lunes, 25 de junio de 2018

MADRE FUGITIVA



    Tuve que irme a la cama para no flaquear.  Me saqué la vincha y la remera que había comprado en la entrada del estadio. Me acosté. Estaba confundida. Cuando empecé a entender la situación salté de la cama y cerré con llave la puerta del dormitorio. Desesperada, empecé a planear la huida.
   Había llegado a mi casa antes de lo previsto, me extrañó ver las luces encendidas. El recital de Phill Collins  se había suspendido-maldito cambio climático- por una tormenta con ráfagas y granizo. 
   -Reunión cumbre- dije sin malicia, cuando mi nuera abrió la puerta.
   -Estás mojada, te preparo un café-dijo ella mientras escapaba hacia la cocina.
    La entrada al recital había sido una gentileza de mis hijos. Desde la muerte de mi marido, ellos se deshacían en atenciones. Primero fue el fin de semana en la isla Martín García, una roca en medio del estuario del Río de la Plata, encantada de bosques umbríos; destino maldito de generales caídos en desgracia y donde se consigue el mejor pan dulce del mundo. Luego, proyectaron la remodelación de la casa:
  -Mamá, renovarse es vivir-repetían.
  Y fue así que se levantaron los antiguos pisos de madera y se arrancaron los revestimientos. Las paredes fueron agujereadas por técnicos que decían buscar humedad y los plomeros despanzurraban antiguas cañerías a su antojo.
   La noche del recital fallido, luego de encerrarme en mi cuarto y cambiarme la ropa, pegué la oreja a la puerta para seguir el movimiento de mis hijos. Andaban por la cocina vaciando los muebles. Luego, escuché con escalofrío el ruido de la pala hundiéndose en el cantero de los rosales, única superficie que se había salvado de los albañiles. A nadie preocupaba mi presencia. Tenía que pensar rápido. Segura de que no encontrarían lo que andaban buscando, dado que yo lo había encontrado antes, salí muy despacio de mi habitación.   A través del vidrio esmerilado de la ventana que da al fondo, vi sus siluetas  inclinadas en torno a un montón de barro removido. El aroma del café me alertó.  Me deslicé por la superficie pulida del porcelanato italiano hasta el vestíbulo. Nadie lo advirtió. A dos metros de la puerta principal, Me detuve frente al tapiz que habíamos comprado en el viaje a Cuzco con motivo de nuestras bodas de plata. Bendije el momento en que se me ocurrió coser la llave de la caja de seguridad en el reverso de esa  piel suave de vicuña que todas mis visitas elogiaban. Después de arrancarla, guardé la llave en la cartera. Salí sin hacer ruido. Corrí hacia la avenida. Volví a mojarme las zapatillas en los charcos que habían quedado después de la tormenta. Gracias a Dios encontré un taxi libre. Me faltaba el aire, entonces practiqué la respiración que me enseñaron en las clases de yoga y recobré la calma. De ninguna manera quería llamar la atención del chofer. Con disimulo miré hacia atrás por única vez. Nadie nos seguía. Hice una llamada breve.  Eran las diez de la noche. Mi amante me esperaba en su departamento. Al otro día, más tranquilos, retiramos de la caja de seguridad del banco la fortuna que mi difunto esposo el prestamista, supo acumular y esconder.


  Convivencia   Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...