LUNA DE MIEL EN PACHECO
El club de jubilados estaba
listo para su peregrinación anual a las Termas de Río Hondo. Como siempre, se
presentó un contratiempo de última hora.
─Hable…
─ Hola
Cata, escuchame, ¡el pelo me quedó medio verde!
─¿Quién
habla? ¿Quién molesta tan temprano?
─Cata,
soy Teresa, no cortes. Me pasaste mal el
número de la tintura. ¡No sé qué hacer!
─¿Teresa?
─Sí,
soy yo. Así no puedo salir. ¡Tengo el pelo verde!
─
Bueno, dejame pensar… a ver… ponete un gorro y lo solucionamos allá.
Cata era la presidenta del club “Viejos son
los trapos”. Teresa era la secretaria. La sede era un salón de mosaicos
gastados por tanta milonga ubicado en una calle tranquila de San Martín.
Organizaban salidas cortas, por lo general de un día, a excepción del viaje a
las termas, la Meca de la tercera edad.
Ambas
dedicaban la vida a la institución: los bailes de los domingos a la tarde, el
té canasta de los jueves, las campañas de adhesión de nuevos socios para
reemplazar las bajas inexorables de todas las semanas. Para la excursión a las
termas, siempre elegían la misma empresa de turismo, pero después de tantos
años, eran ellas quienes manejaban todo.
Cata era la abeja reina. Sus piernas cortas iban y venían y los brazos
eran dos antenitas que apenas podía cruzar sobre el pecho porque sus tetas eran
dos melones maduros colgando de la planta. Ella tenía todas las respuestas y si
alguna vez dudaba, sacaba zumbando a su interlocutor con el cuento del
cansancio que le producía dirigir la tropa.
Teresa era su fiel escudera, su aliada en la lucha por el poder y en
desanimar a cualquiera que se les atreviera en las elecciones. Siempre ganaban
por paliza.
Partieron
sin problemas de la puerta del club. Sin problemas es una forma de decir:
algunos se quejaron por la ubicación de sus asientos, ya fuera porque les había
tocado cerca del baño o porque estaban muy separados de quienes cebaban mate.
Pura rutina para Cata que lo solucionaba todo al estilo del rey Salomón, es
decir, sin muchas vueltas. Tomaron la Panamericana hacia el norte. Todo iba bien hasta que el micro salió de la
autopista a la altura de Pacheco y se internó por calles solitarias. Las
propiedades que estaban más cerca de la ruta tenían parques con arboledas de
eucaliptus. Las casas eran grandes, pero no lujosas y había dos o tres
adefesios al estilo de los castillos medievales, agobiados por el mal gusto y
el vandalismo.
A Teresa le pareció raro el desvío, aunque no
dijo nada. Bastante tenía con el cuero cabelludo ardiendo debajo del gorro de
lana. Además, si la presidenta no reaccionaba, entonces estaba todo bien. El
micro entró en un barrio de casas a medio terminar. El vehículo empezó a dar
barquinazos porque la calle de tierra estaba despareja. Alguien se quemó las
manos al volcarse el café. Un señor que iba al baño por segunda vez, cayó sobre
una viuda reciente. Entonces sí, la secretaria entendió que debía intervenir:
─¿Qué
pasa chofer, por dónde nos lleva?
Silencio.
Teresa
se asustó. Revivió la mañana en que había salido al patio a regar las plantas y
se había encontrado con un ladrón que la metió para adentro a los empujones.
“Dame los dólares vieja de mierda” ¡Ja! Justo ella que cobraba un poquito más
que la mínima. El tipo la había atado a una silla y le había puesto la esponja
de lavar los platos en la boca. Teresa había reprimido el vómito al tiempo que
el tipo revolvía todo. Al no encontrar gran cosa ─la alianza, un monedero con
poca plata─, se había puesto loco de la furia y había tirado el cristalero al
piso. Los platos y los vasos se hicieron
trizas. El ruido había alertado a un
vecino. El ladrón siguió buscando hasta que encontró la plancha en un estante
de la cocina. La había enchufado frente a la cara aterrada de Teresa y la había
apoyado sobre su muslo. Antes de desmayarse, la mujer llegó a escuchar la
alarma vecinal y una voz que gritaba algo sobre un patrullero que estaba en
camino. El delincuente escapó por los techos.
El
recuerdo encendió la alerta. Teresa empezó a temblar.
─¡Cata,
Cata, nos quieren asaltar! ¡Auxilio! ─dijo con un hilo de voz.
─Cállese
señora, no haga escándalo ─ordenó el coordinador de la empresa de turismo
mientras cruzaba el dedo índice sobre sus labios.
─¡No
nos callamos nada!─Se indignó Cata─. ¿Qué les pasa?, paren el micro o llamo a
la policía ─. La mujer revolvía el bolso con nerviosismo.
El
chofer no se inmutó, siguió con la vista clavada en la calle. El coordinador
les hizo un gesto a las dos mujeres para que lo siguieran al fondo del
micro.
─Lo
que pasa es que Jorge, el chofer, tiene mal de amores. Dice que está con la
cabeza en otro lado. Se casó hace una semana y no pudo tomarse ni un solo día.
En la empresa le niegan la licencia por su condición y… bueno, lo obligaron…
─ Escuchame una cosa ─interrumpió Cata─, esto
es una barbaridad, ¡Cómo no nos avisaron antes! ¿Qué le digo yo a mi gente?
─ ¡No
les diga nada! O mejor… dígales que es una cuestión de seguridad. Si no lo dejan despedirse del marido, no
tendrá paz. ¿No lo vieron acaso? ¡Está destrozado, pobre muchacho! ─Exageró el
coordinador─.Ya llegamos a su casa, ¿ven? fue un desvío breve, en unos minutos
volvemos a la ruta.
El
chofer estacionó en la puerta de una casita con paredes sin revoque.
─¿Escuché
bien? ¿Dijo que el chofer tiene un marido? ─ preguntó Teresa, repuesta del
susto y mientras le metía un codazo a Cata.
─Sí,
escuchaste bien y no te hagas la mosquita muerta ─ la presidenta la reprendió
como a una nena, después se acercó al chofer y le dijo al oído con dulzura
maternal─. Andá nomás Jorgito, yo me hago cargo.
El muchacho bajó del micro y atravesó
corriendo la vereda tapizada de violeta. A falta de cortejo, un jacarandá lo
bendecía desde lo alto.
Alguien
bajó de golpe la persiana del dormitorio.
Jorgito
tardaba en salir. Cuando los jubilados comenzaron a inquietarse, Cata abrió la
botella de licor de huevo que tenía reservada; lo servía con una sonrisa de
oreja a oreja. El licor era un néctar dorado vertido de a poco sobre el
ramillete de vasitos plásticos. La botella se vació y entonces la presidenta
del club “Viejos son los trapos” descorchó una botellita de vino moscatel que
guardaba para las emergencias. Eso sí, a
los socios más avispados, los distraía con un bombón de fruta mientras les
metía en el vaso la pastillita para dormir. Después de una hora, el viaje
continuó sin inconvenientes.