sábado, 20 de julio de 2024

 


LUNA DE MIEL EN PACHECO


El club de jubilados estaba listo para su peregrinación anual a las Termas de Río Hondo. Como siempre, se presentó un contratiempo de última hora.

─Hable…

─ Hola Cata, escuchame, ¡el pelo me quedó medio verde!

─¿Quién habla?  ¿Quién molesta tan temprano?

─Cata, soy Teresa, no cortes.  Me pasaste mal el número de la tintura. ¡No sé qué hacer!

─¿Teresa?

─Sí, soy yo. Así no puedo salir. ¡Tengo el pelo verde!

─ Bueno, dejame pensar… a ver… ponete un gorro y lo solucionamos allá.

  Cata era la presidenta del club “Viejos son los trapos”. Teresa era la secretaria. La sede era un salón de mosaicos gastados por tanta milonga ubicado en una calle tranquila de San Martín. Organizaban salidas cortas, por lo general de un día, a excepción del viaje a las termas, la Meca de la tercera edad.

Ambas dedicaban la vida a la institución: los bailes de los domingos a la tarde, el té canasta de los jueves, las campañas de adhesión de nuevos socios para reemplazar las bajas inexorables de todas las semanas. Para la excursión a las termas, siempre elegían la misma empresa de turismo, pero después de tantos años, eran ellas quienes manejaban todo.  Cata era la abeja reina. Sus piernas cortas iban y venían y los brazos eran dos antenitas que apenas podía cruzar sobre el pecho porque sus tetas eran dos melones maduros colgando de la planta. Ella tenía todas las respuestas y si alguna vez dudaba, sacaba zumbando a su interlocutor con el cuento del cansancio que le producía dirigir la tropa.  Teresa era su fiel escudera, su aliada en la lucha por el poder y en desanimar a cualquiera que se les atreviera en las elecciones. Siempre ganaban por paliza.

Partieron sin problemas de la puerta del club. Sin problemas es una forma de decir: algunos se quejaron por la ubicación de sus asientos, ya fuera porque les había tocado cerca del baño o porque estaban muy separados de quienes cebaban mate. Pura rutina para Cata que lo solucionaba todo al estilo del rey Salomón, es decir, sin muchas vueltas. Tomaron la Panamericana hacia el norte.  Todo iba bien hasta que el micro salió de la autopista a la altura de Pacheco y se internó por calles solitarias. Las propiedades que estaban más cerca de la ruta tenían parques con arboledas de eucaliptus. Las casas eran grandes, pero no lujosas y había dos o tres adefesios al estilo de los castillos medievales, agobiados por el mal gusto y el vandalismo.

 A Teresa le pareció raro el desvío, aunque no dijo nada. Bastante tenía con el cuero cabelludo ardiendo debajo del gorro de lana. Además, si la presidenta no reaccionaba, entonces estaba todo bien. El micro entró en un barrio de casas a medio terminar. El vehículo empezó a dar barquinazos porque la calle de tierra estaba despareja. Alguien se quemó las manos al volcarse el café. Un señor que iba al baño por segunda vez, cayó sobre una viuda reciente. Entonces sí, la secretaria entendió que debía intervenir:

─¿Qué pasa chofer, por dónde nos lleva?

Silencio.

Teresa se asustó. Revivió la mañana en que había salido al patio a regar las plantas y se había encontrado con un ladrón que la metió para adentro a los empujones. “Dame los dólares vieja de mierda” ¡Ja! Justo ella que cobraba un poquito más que la mínima. El tipo la había atado a una silla y le había puesto la esponja de lavar los platos en la boca. Teresa había reprimido el vómito al tiempo que el tipo revolvía todo. Al no encontrar gran cosa ─la alianza, un monedero con poca plata─, se había puesto loco de la furia y había tirado el cristalero al piso.  Los platos y los vasos se hicieron trizas.  El ruido había alertado a un vecino. El ladrón siguió buscando hasta que encontró la plancha en un estante de la cocina. La había enchufado frente a la cara aterrada de Teresa y la había apoyado sobre su muslo. Antes de desmayarse, la mujer llegó a escuchar la alarma vecinal y una voz que gritaba algo sobre un patrullero que estaba en camino. El delincuente escapó por los techos.

El recuerdo encendió la alerta. Teresa empezó a temblar.

─¡Cata, Cata, nos quieren asaltar! ¡Auxilio! ─dijo con un hilo de voz.

─Cállese señora, no haga escándalo ─ordenó el coordinador de la empresa de turismo mientras cruzaba el dedo índice sobre sus labios.

─¡No nos callamos nada!─Se indignó Cata─. ¿Qué les pasa?, paren el micro o llamo a la policía ─. La mujer revolvía el bolso con nerviosismo.

El chofer no se inmutó, siguió con la vista clavada en la calle. El coordinador les hizo un gesto a las dos mujeres para que lo siguieran al fondo del micro. 

─Lo que pasa es que Jorge, el chofer, tiene mal de amores. Dice que está con la cabeza en otro lado. Se casó hace una semana y no pudo tomarse ni un solo día. En la empresa le niegan la licencia por su condición y… bueno, lo obligaron…

 ─ Escuchame una cosa ─interrumpió Cata─, esto es una barbaridad, ¡Cómo no nos avisaron antes! ¿Qué le digo yo a mi gente?

─ ¡No les diga nada! O mejor… dígales que es una cuestión de seguridad.  Si no lo dejan despedirse del marido, no tendrá paz. ¿No lo vieron acaso? ¡Está destrozado, pobre muchacho! ─Exageró el coordinador─.Ya llegamos a su casa, ¿ven? fue un desvío breve, en unos minutos volvemos a la ruta.

El chofer estacionó en la puerta de una casita con paredes sin revoque.

─¿Escuché bien? ¿Dijo que el chofer tiene un marido? ─ preguntó Teresa, repuesta del susto y mientras le metía un codazo a Cata.

─Sí, escuchaste bien y no te hagas la mosquita muerta ─ la presidenta la reprendió como a una nena, después se acercó al chofer y le dijo al oído con dulzura maternal─. Andá nomás Jorgito, yo me hago cargo.

  El muchacho bajó del micro y atravesó corriendo la vereda tapizada de violeta. A falta de cortejo, un jacarandá lo bendecía desde lo alto. 

Alguien bajó de golpe la persiana del dormitorio.

Jorgito tardaba en salir. Cuando los jubilados comenzaron a inquietarse, Cata abrió la botella de licor de huevo que tenía reservada; lo servía con una sonrisa de oreja a oreja. El licor era un néctar dorado vertido de a poco sobre el ramillete de vasitos plásticos. La botella se vació y entonces la presidenta del club “Viejos son los trapos” descorchó una botellita de vino moscatel que guardaba para las emergencias.  Eso sí, a los socios más avispados, los distraía con un bombón de fruta mientras les metía en el vaso la pastillita para dormir. Después de una hora, el viaje continuó sin inconvenientes.

                                                                         

                                        

 

 

 

miércoles, 21 de febrero de 2024

 

Convivencia

 


Nuestra unión fue

atravesar el mar

de la vida.

Bebiendo el sol a veces, o

arrancándonos las medusas

de la piel.

 

Fuimos la tristeza del circo,

la bondad del pan

en la mesa.

La escarcha indiferente y

el estupor de la ira

en el final.

 

 

sábado, 13 de enero de 2024

 

DE A DOS



 Crecimos juntos.

 Fuimos raíz,

de esas que hacen estallar la tierra

 y nunca ceden.

Fue tu fortaleza terca

que se contaba a sí misma una buena historia,

que la intuía,

que la deseaba.

Contra todo indicio.

Contra el mundo.

Fue tu pasión inesperada.

 Pasión diluvio.

Pasión alud de barro

 que se lleva todo puesto.

Abono del suelo.

Nuestro suelo. 

 

sábado, 1 de julio de 2023


Mi experiencia en torno a “Montevideo” de Enrique Vila-Matas

              “Montevideo” propone el periplo de un autor con bloqueo que se regodea anunciando que ha dejado de escribir y que se nutre de lo mejor de la literatura y del cine como material para desarrollar su estilo. Como escribió Javier Aparicio Maydeu en el Decálogo metaliterario de Enrique Vila-Matas, “La materia literaria de su obra no es sino la literatura misma”.      

              Me entusiasmo con las primeras líneas que amagan con relatar las andanzas de un aprendiz de escritor por “la Paris de los destrozados”. Alguien hastiado por el vacío interior que lo acosaba en su ciudad natal. Sería esta una experiencia bastante común y digna de ser contada, porque ¿a quién se la habrá ocurrido proclamar que la adolescencia es una etapa feliz? Yo diría, más bien, que es un tiempo bien lleno de abismos. No obstante, me gusta la posibilidad de una novela sobre traficantes de drogas, siempre atractiva para el morbo, aunque me decepciono rápidamente.   Me pregunto por qué debo seguir con la incertidumbre de no entender la dirección de este no relato, o mejor, del relato shandy del que nada conozco, el significado de la palabra para empezar. Vuelvo al libro, tenso el músculo lector. Y, es entonces que mi modesta estructura literario-mental (Literatura vieja) se empieza a resquebrajar.

               Dentro del mar de citas de autores de los que nunca leí nada, brilla una llamita de esperanza porque encuentro algún concepto que me resulta familiar. Nadie puede aprender y disfrutar a menos que posea una idea previa en la que pueda, a modo de tierra fértil, sembrar algo nuevo. Y yo la encuentro felizmente.  No todo está perdido, porque sí leí “La puerta condenada” de Cortázar y también escuché hablar de las” Seis propuestas para el próximo milenio” y sé la importancia que tuvieron para la evolución del cine los Cahiers du Cinemá. No estoy a ciegas, después de todo. Dos coincidencias más vienen en mi ayuda.  Vila-Matas confesó que no pudo con Rayuela ni con la Maga. ¡Y yo tampoco! Además, también cierro la puerta de una habitación de mi casa poco frecuentada, salvo por la una presencia de la cual nada quiero saber.

              Avanzo en la lectura desmalezando el bosque de mi ignorancia, como Tabucchi abriéndose paso en “una selva de bebedores” convocados en una fiesta en Barcelona. No es suficiente aún. Nunca leí a Tabucchi y acabo de citarlo como si fuera una experta. Entiendo que debo esforzarme un poco más. Ir al hueso de Montevideo, porque si es cierto que toda experiencia es digna de ser contada, entonces el vacío, el no escribir, aquello que Vila-Matas no asocia nunca al ocio creativo, también es digno de mostrarse. Voy en busca de Melville y su “Bartleby, el escribiente”. El “Preferiría no hacerlo” me indigna, me irrita, aunque no tanto como la paciencia de su jefe. Y tomo conciencia de la enorme veta literaria del asunto. Un libro sobre las renuncias.

             "Montevideo" no es una novela que pueda aburrir contándolo todo, como decía Voltaire, porque no da cuenta de un relato tradicional, su materia “es” la propia literatura. Y es cierto que esta obra se despliega desde lo nodal (la no escritura) a la periferia y exige que deje el texto y vaya a buscar la película de Herzog y me maraville con esos artistas de la cueva de Chauvet cuyas obras soterradas nos hablan más del Homo Spiritualis que del Homo Sapiens. ¿Es acaso Montevideo un ensayo sobre el paleolítico? No, pero la “Cueva de los sueños perdidos” nos habla más de nuestra naturaleza y nos conmueve más que muchas novelas. Ahora entiendo la razón por la que Vila-Matas nos habla de ella.

              Tal vez haya que encarar la lectura de esta no ficción, o ficción-ensayo con espíritu shandy, (ahora sé lo que significa) y simplemente dejarse llevar y disfrutarla. Recorrer las calles tranquilas de Montevideo tomando parte en la contienda entre el autor y los integrantes de La Asociación de Presuntos. Aceptar mansamente el cuestionamiento sobre el origen   rioplatense del tango, o, lo que le resulta francamente doloroso a mi etnocentrismo:  considerar al Río de la Plata desde la perspectiva de la orilla oriental, es decir, sin referencia alguna a Buenos Aires, nuestra ciudad reina. Por momentos, confieso, hubiera preferido no seguir leyendo. De haberlo hecho, me hubiera perdido el recorrido penoso por la Bogotá de los desencuentros, la Suiza de las bibliotecas con momias, los bares con párrocos parlanchines y las islas caribeñas habitadas por arañas conspirativas. También los infiernos con maletas rojas, de esos que invitan a elevarnos (Dios salve a Madeleine Moore)

             Dijo el autor en un reportaje: “Mi obra te gusta mucho o nada, sin medias tintas”. La lectura y la modesta búsqueda que puso en marcha no me habilita aún para ubicarme en ninguna de estas dos categorías. Sin embargo, y dado que Enrique Vila-Matas desarrolló una taxonomía de cinco casillas para clasificar a quienes escriben, me atrevo a proponer una sexta destinada a los aprendices de escritores que agradecemos las complejidades de “Montevideo”. Entro con decisión en esta casilla y cierro la puerta.


lunes, 15 de mayo de 2023

 

                     


Hoy más que nunca compruebo el carácter teatral de lo que llamamos vida. ¿O acaso no estoy asistiendo a una gran puesta en escena? Celebro el hecho de ser una espectadora privilegiada. Y de estar eximida de las emociones y los gestos. ¡Qué alivio! Ya no me pesa el miedo, ni siquiera el miedo al sufrimiento de los seres amados. Ahora sé que todas las religiones y creencias que tanto me han interesado tienen razón; el catolicismo, los pitagóricos, la kabbalah, los toltecas y el chamanismo. Hasta ahora la vienen pegando.

 Sí, ya sé que no cumplí con el juramento que le hice a mi marido cuando tenía diecisiete años. Le había prometido un par de décadas más, pero entonces yo era arrogante. Todos y todas me padecieron, aunque tampoco puedo sentir culpa ─ ¡tan livianita ando! ─, nada me pesa. Es cierto, yo era un poco turra. En mi defensa puedo alegar que la época acompañaba. Me explico: si cuando llegaba a mi trabajo y una experimentada Maestra Normal devenida celadora ─antes se decía celadora─, con voz de mando gritaba “de pie señores” y lo que era peor aún, los “señores” de trece o catorce añitos se paraban como si tuvieran un resorte en el culo, y bueno, yo me la creía y actuaba en consecuencia. Además, la cara seria y el taconeo disimulaban el temblor en mis rodillitas de profesora veinteañera. Hoy han venido varias de mis antiguas víctimas, las reconozco por la cara, porque los apellidos lo he olvidado hace tiempo. También llegaron, tarde por supuesto, algunos de mis últimos alumnos, esos que entraban cuando ya había empezado la clase, con el casco colgando del antebrazo y que, en vez de pedir disculpas, te saludaban con un beso y sacaban el celu lo más campantes. Tal vez quieran comprobar la noticia o disfrutar el momento, vaya a saber. Me consta que hay varios que me recuerdan con cariño.  Lo cierto es que yo me fui a tiempo. De las aulas, digo. Y pasé de la Filosofía a las Letras sin transición. Es mucho más fácil hacerle pasar un mal rato a un personaje cualquiera que retorcerle el cogote a un pibe de verdad. Además, hacer justicia por propia mano no es ilegal, si lo escribís en un cuento. Como dice Álvaro Abós, “La literatura es el reino de la libertad”. Qué gran frase.

Con la familia no fue tan distinto. También los sometí a la disciplina cuartelera…. hasta donde me dejaron. Lo bueno de que tus hijos sean personas felices es que te acomodan los patitos en la fila.  Doy gracias por eso.

 Es lindo ver a toda la parentela junta. Vinieron primos que casi no conozco, algunos hasta se pusieron zapatos. Caminan callados, qué raro, lo voy a tomar como un gesto de gran consideración.

Los que no se cansan de hablar son mis amigos. En voz baja, tapándose la boca igual que los futbolistas. Van por el senderito gris. Todos juntos. Quienes están dispuestos a ungir a cualquier cachivache con aspiraciones de Leviatán; indignados por la resaca plebeya que llena la plaza. Y los otros, nostálgicos de la holgura que apenas disfrutaron; eternos guardianes de la fiesta en el balcón.  Cuantas veces debimos borrar publicaciones nacidas de la furia, o mensajitos concebidos durante una tormenta de cólera. Me gustaría celebrar con ellos la superación de la amargura. No le dimos el gusto a las redes impías. ¡Triunfamos chicos!  Brinden por mí en la próxima juntada.

Llegamos. Qué lástima. Lo lamento porque fue una linda experiencia transitar el camino entre el gran pórtico de la entrada y las puertas vidriadas de este salón; que se entienda que ya no albergo sensiblería alguna. Siempre me gustó el otoño, solo eso, y  el cielo está despejado y tan cerca. En un instante alguien activará la cinta transportadora y caerá el telón. Literalmente.

Se me ocurre que lo más paradójico es haber pasado tantas horas en el gimnasio en vez de quedarme en casa tomando mate y comiendo medialunas. Qué desperdicio. Miles de abdominales al pedo.

 

 

 


 [U1]

domingo, 20 de noviembre de 2022

 

Un potrero en la quebrada

 

“Quiero dar vuelta a la historia”

Paolo Maldini


 

Oliveira no daba puntada sin hilo. Después de ese partido en el que le bloquearon el tobillo y sintió el crujido en la rodilla por la rotura del ligamento cruzado, entendió que su salvación estaba fuera y no dentro de una cancha. Se dedicó a entrenar las inferiores con más astucia que oficio. Nadie lo igualaba en eso de descubrir a los jugadores distintos. Se las arreglaba para detectar picaditos en cualquier lugar. Por ejemplo, en medio de un pueblo con una sola calle prendida a la montaña, surtida de tapices y con el olor blando de la lana de oveja. Sin apartar la vista del potrero que estaba al lado de una escuelita, Oliveira le dijo a su mujer:

          ─Mirá a ese pibe.

           ─Ya lo vi.

           ─El de amarillo.

           ─Ya sé.

          ─Es un fenómeno, cuando terminen, voy a ubicar a los padres y…

           ─Estamos de vacaciones, ¡la puta madre!

           ─Es un minuto.

En el campito polvoriento, el puntero izquierdo dejó pagando al marcador y desbordó hasta el fondo. Tiró el centro atrás. Fue cosa de segundos y el pibe de amarillo que metió una diagonal por derecha arrastrando a dos defensores. Le pegó de aire con la zurda y la pelota se le metió al arquerito por el palo derecho con un efecto raro, de esos que provocaba el Diego. Un tiro imposible para cualquiera que no tuviera madera de crack. El árbitro, un hombre panzón de camisa celeste, señaló el centro de la cancha. Ni bien sacaron del medio, los del equipo del chico de amarillo ─todos con camisetas distintas, o sea, era difícil saber quién jugaba contra quién─, recuperaron la pelota. Alguien gritó ¡Dásela al Facu! Y entonces el chico de amarillo la paró de pecho bien sobre la raya y meta caño y gambeta fue apilando muñecos. En la puerta del área se la jugó mano a mano con el arquero que estaba con la sangre en el ojo y aprovechó para bajarlo al pibe sin disimulo ni saña. Penal. El Facu acomodó la pelota, esperó la orden. Retrocedió cuatro pasos y se desplazó un poco hacia el costado. Miró al palo derecho del arquero, alzó la ceja. Tomó carrera y ni bien el arquerito se perfiló hacia ese lado, le pegó de lleno con el empeine. Fuerte y limpio, el tiro rozó el palo izquierdo y fue a dar contra la red. Los compañeros del Facu estallaron de alegría y lo llevaron en andas hasta el círculo central.

 Los ojos del pibe, de un verde insólito, brillaban de júbilo. Si hubiera usado turbante, lo habrían confundido con un poblador de las montañas de Afganistán. Pero los cerros que rodeaban su pueblo eran más amigables. Compartían los tonos ocres de sus rocas con las casas y la comida de la gente.

           ─Usted sabe que este chico tiene un don especial. En Buenos Aires puede llegar a ser un gran jugador─ Oliveira ubicó al padre y le costó bastante convencerlo: tres viajes a la quebrada y la promesa de cuidarlo como a un hijo.

           Al Facu lo instalaron con otros chicos en una pensión blanca y ordenada.  Entrenamiento a la mañana, escuela a la tarde y gimnasio tres veces por semana. El resto era dormir y penar. El día del examen físico para la inscripción oficial lo despertaron muy temprano. Lo vinieron a buscar a él y a tres chicos más de la pensión.

          El viaje en tren fue tranquilo, pero en la escalera mecánica del subte, Facu se tropezó. Los compañeros lo cargaron sin piedad. La sangre le subió a la cara y aguantó con los dientes apretados. Entraron al vagón y lo dejaron en paz. En la estación siguiente subió una mujer embarazada. Vendía curitas. Tenía el cuello muy largo y se le notaban todos los huesos de la cara, como si no tuviera carne. Facu no le podía sacar la vista de encima. Ella se fastidió y le sacó la lengua. Otra vez las risotadas de sus compañeros, otra vez la vergüenza. En su pueblo nunca había visto una señora así, tan sola y tan pobre. 

           Cuando salieron de la estación, el tránsito alterado del Centro lo aturdió. Enseguida entraron a un hospital enorme y lleno de gente haciendo filas en los pasillos. Le extrajeron sangre. Fue el último en entrar y se mareó, pero no dijo nada y solamente salió tanteando la pared para no caerse. Después le hicieron una placa de tórax y se puso nervioso porque no sabía dónde dejar su ropa y el radiólogo que lo apuró y que le dijo “Esperá acá” y el chico que dudaba entre vestirse o quedarse así. Después de un buen rato el tipo volvió a aparecer ─”¿Todavía no te vestiste?”─ y le entregó la radiografía con la orden de llevársela al médico que le iba a hacer la revisación.

          Facu salió de la sala de rayos y ya no supo para qué lado caminar. No veía a nadie conocido. Llegó hasta el hall del viejo hospital. No estaba seguro de haber pasado por ahí antes. Subió y bajó las escaleras de mármol gastado varias veces. Miraba las flechas que ordenaban el tránsito resignado de la gente pero que no tenían sentido para él. El tiempo pasaba y cada minuto se asustaba más. Salió por una puerta enorme que daba a un lateral del edificio.  En una especie de vereda amplia, había andamios y materiales de construcción, pero nadie estaba trabajando. Se sentó en el piso, rodeó sus piernas fibrosas con los brazos y hundió la cara entre las rodillas. Estaba enojado y triste.  Lloró mucho.

          ─ Seguro que Oliveira me manda de vuelta…

Pasó media hora así, sin saber qué hacer.

          ─ ¡Acá está, acá está! ¿Dónde te habías metido boludo? ─Los otros chicos gritaban y se reían.

           Se paró de un salto.

           ─ ¡Ehhh viejo, por fin!  ¿Tanto tiempo tardaron? ¿Cuándo nos vamos a comer? ¡Estoy cagado de hambre! ─ dijo Facu mientras esquivaba la mirada del entrenador.

           El Facu, con cara de ofendido y el mentón bien arriba, pasó sacando pecho entre todos como un delantero después de meter el gol olímpico de su vida en tiempo de descuento. 

Oliveira primeo respiró con alivio y después tuvo la certeza de que no se había equivocado.

 

 

 

 

 

lunes, 21 de marzo de 2022


VARENIKES AMARGOS
En "Fabulosas" antología seleccionada por Silvia Vázquez.



 


 VARENIKES AMARGOS

 Los vecinos le comunicaron a Carmen que debía empacar las cosas de Irina, la mujer que había vivido toda la vida en la casa lindante con la suya. Y no solo eso, ninguno de ellos estaba autorizado a ayudarla.

Dejá las cajas en la puerta, nomás. Ya arreglamos con el Ejército de Salvación.

¿Con quién?

No importa. La Rusa dejó todo por escrito

            La vida de ambas había estado ligada por una especie de antipatía sin razón. Ni siquiera estaban separadas por alguna oscura rivalidad ancestral. Irina que era capaz de escupir a quien la confundiera con una rusa, odiaba a Stalin porque había hambreado a los campesinos ucranianos varias generaciones atrás. Carmen era capaz de irse a las manos si alguien hablaba mal de Franco, el Generalísimo, y todo porque los Republicanos habían desparramado los huesos de una tía suya que había sido monja. Y porque se habían dejado fotografiar, sonrientes, al lado de sus despojos sobre las escalinatas de un convento en Toledo. Las dos mujeres, sin embargo, habían nacido en el Conurbano, en casas con terrenos largos, donde brotaban zapallos entre los yuyos. Las dos se habían quedado solas. Sobre todo después de la muerte de Manuel, el marido de Carmen.  Sabían, de una manera difusa, que se tenían la una a la otra.   

            Lo que pasa es que la Rusa me tuvo envidia toda la vida.

            Carmen se levantó temprano. Tomó unos mates en el fondo, mientras hacía que buscaba hormigas. No iba a ser un día como cualquier otro. Tenía las llaves del cielo en el bolsillo del delantal. Iba a entrar al santuario de la muerta, el lugar que le fue siempre negado. ¡Qué placentero resultaba descubrir sus secretos!

            La cuadra estaba desierta. Ella tuvo la sensación de estar cometiendo un delito. La llave entró sin problemas en la cerradura bien aceitada.  El olor a encierro le provocó rechazo.

Y claro, toda la vida con las ventanas cerradas, a oscuras, como gata mala.

            Levantó las persianas. Unos tubitos de luz atravesaron el aire lleno de pelusas. Sobre el sillón ajado resplandecían unos almohadones con fundas de algodón blanco, primorosamente bordadas con guardas rojas y verdes. En las paredes, fotos de Irina niña, con una corona de flores en la cabeza y cintas de seda cayendo sobre el pelo rubio. La mujer amontonó en una caja la vajilla escasa y las ollas. Recordó la única ocasión en que Irina había sido amable y la había pasado un plato de varenikes de papa por encima del alambrado. Había sido el primer domingo después del infarto mortal de su marido.

Carmen siguió con el dormitorio. Pilas y pilas de manteles y carpetitas repetían los diseños coloridos del comedor. Guardó todo en bolsas.  Después recorrió los muebles con la vista por si se olvidaba algo y lo vio. Sobre la mesita de luz, el portarretrato enmarcaba la foto de Manuel tumbado sobre los almohadones del viejo sillón, radiante, con una expresión que ella no le conocía. Feliz.

             

             

           

 

 

 

 

 

 


  LUNA DE MIEL EN PACHECO El club de jubilados estaba listo para su peregrinación anual a las Termas de Río Hondo. Como siempre, se presentó...