El mejor día de Reyes
El
ministro llegó tarde al consultorio. No escuchó las razones de Gladys, la
secretaria, y exigió que lo atendieran. La psicóloga lo hizo pasar.
─Muy
bien, recuéstese por favor. En el sofá.
─Gracias.
─¿Por
qué quiere iniciar terapia?
─
Los amigos opinan que estoy algo agresivo. Como Ud. sabrá, acabo de hacerme
cargo de ministerio del Interior.
─O
sea que vino contra su voluntad. ─La psicóloga se puso los anteojos─. Le voy a
pedir que se relaje unos instantes y me diga cómo se siente.
─Con
poco tiempo, imagínese.
─Por
supuesto. Hábleme de su infancia.
─¿Qué
parte?
─Lo
primero que recuerde.
─No
tengo grandes recuerdos de mi infancia. Bueno, no sé, lo normal. ─El hombre
empezó a moverse, nervioso.
─¿Qué
piensa Ud. sobre la opinión de sus amigos?
─¿
Sobre mi supuesta agresividad? ¡Exageran! Confunden firmeza con maltrato.
─¿Se
sintió maltratado alguna vez?
─Nunca.
Estoy agradecido por la educación rigurosa de mis padres.
─Hábleme
de ese rigor, pero antes practiquemos dos o tres respiraciones profundas. Yo le
muestro. ─La mujer dejó la libreta de notas y apoyó las manos en su abdomen,
que subía y bajaba al paso del aire─.
Al
cabo de unos minutos el ministro, que la había imitado de mala gana, cerró los
ojos y comenzó a hablar.
─Una
vez, un 6 de enero… Sí, ahora me acuerdo, tal vez haya sido el día más feliz de
mi vida. Estaba con mis padres en la chacra de San Pedro, como todos los
veranos. Me levanté temprano para buscar
mi obsequio. El día anterior había dispuesto todo para los camellos. En vez de
pasto, corté una gran cantidad de
espinacas y lechugas de la huerta porque creía que era más apropiado y
también porque era más fácil que arrancar el césped duro del parque. ─Se produjo un silencio grave, incómodo. Sin
embargo, el rostro del hombre irradiaba una paz profunda. Por fin abrió los
ojos y continuó─. Los reyes me hicieron el mejor regalo para esa ocasión. Sobre
mis zapatitos de charol negro, había
unas cuantas herramientas de labranza. Pasé toda la mañana carpiendo la tierra,
cortando las malezas, en fin, reparando mi falta. Recuerdo que el sol del
mediodía era un taladro caliente que me perforaba la nuca. El viento seco del
oeste se colaba en mi boca llenándola de tierra. No pedía agua porque sabía que era inútil. ¡Qué
fortaleza, qué temple! Me sostenía la mirada justa y amorosa de mis padres que
tomaban limonada bajo la sombra del tilo. De pronto, el cielo se cargó de una
humedad densa que venía barriendo el horizonte desde las costas del Paraná. Y
cuando el firmamento parecía a punto de reventar, las nubes se abrieron
mansamente para dar paso a un haz de luz radiante. Por una escalera celestial
vi descender a Gilberto de Nantes, el santo decapitado. Lo reconocí gracias a
la devoción de mi abuela materna que me obligó a aprender de memoria el Martyrologium Sanctum. El buen Gilberto se acercó a mi y me aporreó con
la mano libre ─la otra sostenía su cabeza─ hasta desmayarme. Entre nosotros, yo nunca creí la versión del
médico que atribuyó la gloria de ese día a los efectos de una vulgar
insolación. ¡Por favor! Qué buenos tiempos, doctora, cuánto se lo agradezco. Se
nota que Ud. es una gran profesional. No de esos que le meten cosas raras en la
cabeza a sus pacientes. Una verdadera defensora de los valores de la familia,
la patria y la propiedad.
─Bien,
terminamos por hoy ─dijo ella.
El ministro se puso de pie y haciendo una
gran reverencia, le besó la mano a la psicóloga. Luego salió con aire triunfal.
La mujer esperó a que cerrara la puerta y se comunicó con su secretaria.
─Hola, entretené al paciente que acaba de salir
mientras me comunico con el Dr Ordóñez.
─¿El
director del hospital neuropsiquiátrico?
─El
mismo.
Cuando estaba a punto de hacer la llamada, notó que no había apagado el
pequeño grabador que usaba en sus sesiones. Se sacó los anteojos y mordisqueó la punta de una de las patitas.
Volvió a llamar a su secretaria.
─Gladys,
dale un turno al ministro para la semana que viene y dejalo ir.
La psicóloga se reclinó en el sillón mullido y sonrió. El audio de la
sesión era más valioso que el oro en polvo y a ella no le gustaban los
políticos.
Un político con delirios místicos y refractario al razonamiento. ¿Habrá gente así? (No vayas a creer que mi pregunta es irónica).
ResponderEliminarMe agradó la psicóloga.
Un abrazo.
Un poco malvada la psicóloga, jaja. Gracias.
ResponderEliminar