EL FISCAL
No reniego más por las noches de insomnio que se apilaban
una sobre otra llenándome la cara de arrugas.
Por supuesto, también había momentos de una
dulce excitación, que me mantenían con los ojos como si
fueran el dos de oro mientras escuchaba el segundero del despertador avanzando
implacable y me imaginaba la mañana inminente y cómo iba a preparar el desayuno
y qué ropa le iba a poner a los chicos.
Pensaba en eso porque de algún lado tenía que aferrarme a la idea de que
todavía podía ser una buena esposa y madre.
Necesitaba convencerme de que el amor seguía siendo un lugar cuidado e
intangible. Innegociable.
-Aflojá un poco, no te exijas tanto-
me decía mi marido. Pobre.
Y yo le contestaba con expresión ingenua:
-Si, tenés razón, lo que pasa es que el trabajo que tengo que presentar está buenísimo y una se engancha y bla, bla-. Ahora me doy cuenta de que la estúpida era yo.
-Si, tenés razón, lo que pasa es que el trabajo que tengo que presentar está buenísimo y una se engancha y bla, bla-. Ahora me doy cuenta de que la estúpida era yo.
El tipo que irrumpió en mi vida para completarla, -ese que no
me dejaba dormir-, era profesor en el doctorado. Una verdadera autoridad en lo
suyo.
Nunca me voy a olvidar de la primera vez que lo vi.
Yo entraba medio tarde al aula y él estaba por cerrar la
puerta. Al verme, con un gesto simple me dejó pasar y yo percibí su expresión
sorprendida, y estoy segura de que por unos instantes le hice perder ese aire de seguridad tan suyo. Enseguida se recompuso y disimuló la leve
turbación que mi presencia le había causado. Atesoro el momento como si fuera
una cajita de plata porque al fin y al cabo fue lo único bueno que tuvimos.
Él era una mezcla de eminencia y galán informal que te
acorralaba con sus ojos de color indescifrable. Te tiraba una definición genial, fruto de su experiencia
de años en los Tribunales, y a los pocos minutos, decía alguna grosería que te
hacía reír; todo el conjunto te desarmaba de admiración.
Estaba por cumplir los cincuenta y todas morían por una
mirada suya. Supe enseguida que yo le interesaba.
Me dejé envolver en la obviedad de su pavoneo, bien consciente
de la situación en la que me estaba
involucrando.
Cuando me citó en su casa, no me tomó por sorpresa. No le
conté a nadie y me preparé como quien va a su consagración definitiva. La empleada vieja que me abrió la
puerta me miró con cara de “Si, ya se,
lo viene a ver al Doctor, pase que no es
la primera ni será la última” Y yo le agradecí con cara de “Qué carajo me importa lo que
pienses”. Y entré como dopada, con la
sensación de no pisar el suelo al caminar.
En el primer encuentro, los dos nos entregamos a la farsa del
reconocido jurista orientando a su joven discípula.
Disfruté mucho esa rutina de entrar en la casona y ser
conducida al escritorio por la mucama
que desaparecía convenientemente.
Llegué a conocer muy
bien, la comodidad mullida de los sillones y la tersura de las alfombras caras
de ese estudio.
¡Me sentía tan halagada por ser el objeto de su atención…!
¡Qué me iba a importar su vulgaridad!
Al poco tiempo, ignoro si porque ya lo fastidiaba mi
presencia o porque realmente me apreciaba, me ofreció un cargo.
Yo, que vengo de abajo, ¿Cómo mierda iba a entrar al Poder
Judicial si soy la primera de veinte
generaciones que pisó la Facultad?
Me propuso entrar
directo a trabajar en un Juzgado sin pasar ni siquiera una semana por el
mostrador de la mesa de entrada.
Estaba entusiasmada.
El día que tenía que contestarle, llegué más tarde que lo
habitual.
La empleada dudó, pero al cabo de unos minutos de examinarme
de arriba abajo, me dejó pasar.
-Gracias, ya conozco el camino- Se lo dije con seguridad, para
que no pudiera contrariarme. La señora frunció levemente la boca y siguió con
sus cosas.
Abrí la puerta pesada. El ambiente estaba en penumbras, salvo
por la lámpara de bronce que brillaba
soberbia, iluminando el escritorio
enorme y oscuro. Su luz formaba pequeños arco iris en la base de cristal de un vaso de whisky
vacío.
El fiscal roncaba con la boca abierta, despatarrado en su
sillón de cuero. Tenía la camisa desabotonada hasta la cintura. Un hilo de saliva
viscosa subía y bajaba de la comisura del labio, al ritmo de su respiración.
Me senté enfrente. Ni se mosqueó. Menos mal, así pude pensar
tranquila. Y ahí nomás mientras lo miraba dormir pesadamente, lo ví tan
vulnerable, tan indigno, tan poca cosa,
que un asco profundo se me pegó en la piel.
Y a pesar de que no soy ninguna santa, pasó por mi mente,
como si fuera una película muda el recuerdo de las noches que pasé estudiando
en la biblioteca del Congreso, muerta de hambre y de sueño; volví a ver las lágrimas calladas de mi abuela gallega
cuando recibí el diploma. Me acordé de la emoción que me había causado de chica
el alegato final del fiscal Strassera en el Juicio a los dictadores. Me
imaginaba que estaba en su lugar y que la gente me aplaudía a mí.
Como una autómata, arranqué
una hoja de mi agenda y le escribí una nota en la que declinaba el nombramiento.
La dejé sobre unas carpetas y me fui sin hacer ruido.
Ninguno de los dos buscó un nuevo encuentro.
¿Me preguntás si me arrepentí?
Si, todos los días.
Pienso que fui una
imbécil.
Me enteré por el
diario que ya lo nombraron Procurador General de la Nación.
Parece la crónica de algo que pudo haber pasado alguna que otra vez.
ResponderEliminarSaludos.
Como decían Onetti y Piglia, la literatura es mentir bien la verdad. Saludos.
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