LOS DEL FONDO
Acorralada y vieja
como estaba, Carmen por fin admitió los hechos.
Le venían sobrando los
indicios.
Recordaba el fondo de su casa como un lugar abierto a los
gatos y a las cañas; a las lunas llenas y las sudestadas.
Con el tiempo, el espacio de su juventud se fue poblando de límites.
A la derecha,-mejor dicho hacia el sur- estaban los nuevos
ricos que habían llegado en la década del 90. No molestaban, vivían de fiesta pero eran discretos. Construyeron una pared altísima de ladrillos de
verdad, bien macizos. No como los huecos
que se usaron después en las villas para
levantar ranchos de varios pisos.
Carmen había tenido
que plantar una línea parejita de brincos multicolores para aligerar el
paredón. También plantó dos rosas chinas, una de flores rojas y otra de flores
amarillas. Ambas cayeron fulminadas la noche que desapareció por completo el
agua de su piscina, suceso que nadie pudo explicar. Por recomendación de un cura
amigo, la vieja había hecho rellenar con tierra el espacio vacío de la pileta. “ Hay que tomar ciertos recaudos”
le había dicho el hombre mientras hacía la señal de la cruz.
El lado contrario, es decir, el que daba al norte, nunca había tenido pared. Un laurel
enorme indicaba el límite con el terreno poblado de pequeñas prefabricadas en
las que siempre había alboroto. Estaban dispuestas una al lado de la otra a lo
largo de un pasillo. Los habitantes
furtivos de esas casillas no se metían
con los vecinos salvo para vender, de vez en cuando, el producto de sus
andanzas.
El laurel siempre hacía sonreír a Carmen. En los últimos
años se acercaba solamente
cuando hacía estofado. Arrancaba dos o tres hojas y se embriagaba
con el aroma que le hacía recordar a
aquel novio italiano que se las daba de muy instruído. Muchas veces le
había hablado de los laureles que aún se
erguían en las ruinas del Foro Romano.
Según él, habían servido de sombra inspiradora para los senadores que
planearon la conquista del mundo en la época del Imperio. Silvio, que así se
llamaba el novio, juraba y perjuraba que la sombra de los laureles era más
fresca que la de cualquier otro árbol.
Sobre el mismo sector, siguiendo la línea del laurel, la
vieja había plantado el brote debilucho de un sauce llorón que creció y creció
sin parar. Se había deleitado muchas tardes tomando mate bajo su sombra hasta
que una vez creyó morirse ahogada entre las hojas melancólicas que se estiraban hasta tocar la tierra. Decidió
sacarlo. Después de todo, ¿Qué hacía un sauce llorón tan lejos del río?
Lo que nunca se animó a sacar fue el manzano. Junto con el
laurel y el sauce (durante su efímera vida) completaba la frontera con el
terreno de los malandrines. El manzano era el más antiguo de todos. Ella estaba
segura de que cuando era muy chica,
había visto una manzana colgando de una rama inaccesible por lo alta. Una
manzana en toda su vida. Era perfecta;
verde y bien formada. De niña había sabido esperar que se cayera sola,
cosa que nunca ocurrió. Seguramente se la comieron los loros que asolaban las
siestas, pero ella nunca perdió las esperanzas. Por eso, el manzano siguió
allí, ostentando su digna inutilidad.
El problema para la vieja comenzó cuando se vendió el terreno
que lindaba con su propiedad por el este. Siempre había sido un montecito de
paraísos que se reproducían a su antojo.
Cuando empezaron las obras, armaron una empalizada y
colocaron una lona oscura que impidió seguir las alternativas de la
construcción. El proceso fue raro desde el comienzo. No se escuchaba el barullo
propio de los albañiles riendo, rezongando, dándose ánimo en las mañanas frías
o en los mediodías tórridos. No. Esto era diferente. Apenas un ruido mecánico,
como si el trabajo lo hiciera un robot gigante. Una vez, mientras intentaba
limpiar la canaleta que bajaba de su
techo, la vieja se las ingenió para espiar el avance de la obra. La superficie
gris oscura de un techo pizarra le sugirió dos opciones: se trataba de gente
refinada o siniestra. Como se cayó de la
escalera y nunca más volvió a ser la misma, se olvidó por un tiempo de
curiosear.
No obstante, buscó
otras formas más seguras de obtener información. Mientras pudo, con cualquier
excusa salía a la calle y pasaba por la vereda de la casa misteriosa. Lo único que
se veía era una muralla custodiada por cámaras de seguridad que se desplazaban
siguiendo el movimiento de las personas.
Después de dos largos años, cuando ya estaba acostumbrada a
la imagen monótona de la lona, que era lo primero que veía cuando se asomaba a
la ventana de la cocina, una mañana quedó boquiabierta. En su lugar,
apareció un cerco similar a la ligustrina, pero más oscuro, más alto y
compacto. Todo el conjunto estaba reforzado por seis líneas de alambre de púa. Una
medianera sombría de arbustos que no se conmovían ni con los temporales
del mes de abril, que son los más
bravos, como todo el mundo sabe.
Desde el principio, Carmen se sintió intimidada por el
impenetrable muro vegetal. Salía menos al fondo. Ya no guardaba las semillas de
los brincos para plantarlas durante la primavera, razón por la que se fueron extinguiendo. En su
lugar, trasplantó unas alegrías del hogar, que, aunque modestas, se extendían
solitas. Si caía lluvia abundante, le regalaban algún color entre los yuyos
altos.
Un atardecer
frío, la vieja se estaba calentando la
sopa en un jarrito. Todavía no había corrido la cortina de la ventana de la
cocina porque quería aprovechar la última claridad del día. Entonces lo vio. Un
resplandor azulado que levitaba sobre el cerco del fondo. Era una luz extraña,
parecida a la de los patrulleros, pero menos intensa.
Al principio pensó que era una deformación producto de las
cataratas. Sin embargo, aún con sus mejores anteojos y después de colocarse las
gotitas, seguía viendo el aura que a
veces desprendía fulgores violetas. Se
hacía más fuerte al avanzar la noche, por eso la vieja tomó la costumbre de
retirarse de la cocina cada vez más temprano. Apenas cenaba y con el tiempo
prescindió de cualquier alimento más allá de las seis de la tarde.
De a poco, se fue acostumbrando a su nueva rutina. A medida
que se iba apartando de las ventanas que daban al fondo, se dio cuenta que la
luz avanzaba y se colaba por las persianas bajas y hasta por las cerraduras.
Hubiera podido convivir con eso, siempre se había adaptado a su suerte. Sin
embargo, cuando caminaba por las
habitaciones en penumbras, empezó a percibir una vibración. De la misma forma
en que se conmueve el asfalto al paso de un camión con acoplado, las baldosas
gastadas de su casa retumbaban, como si
alguien diera pasos sigilosos que se aceleraban dando lugar a un latido
enloquecido.
La inquietud la agotaba de tal forma que durante el día se
derrumbaba. El deterioro minaba todo aquello que había sido bueno en ella.
La última madrugada
del invierno, la mujer se rebeló. Cuando
empezaron los primeros susurros que se convirtieron pronto en una estampida que
conmovió los cristales y las paredes, ella abrió la puerta. Cruzó el breve patio y pisó descalza el pasto
escarchado del fondo.
El cutis de muñeca y
los ojos chiquitos de Carmen, resplandecieron como nunca al contacto con el
aire azul.
Salvo su amigo cura,
nadie la extrañó.
¿Algo buscaba una víctima que nadie extrañara?
ResponderEliminarUn misterio inquietante.
Un abrazo
Hay algún fragmento autoreferencial. Gracias por leer.
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