Un potrero en la quebrada
“Quiero dar vuelta a la historia”
Paolo Maldini
Oliveira
no daba puntada sin hilo. Después de ese partido en el que le bloquearon el
tobillo y sintió el crujido en la rodilla por la rotura del ligamento cruzado,
entendió que su salvación estaba fuera y no dentro de una cancha. Se dedicó a
entrenar las inferiores con más astucia que oficio. Nadie lo igualaba en eso de
descubrir a los jugadores distintos. Se las arreglaba para detectar picaditos
en cualquier lugar. Por ejemplo, en medio de un pueblo con una sola calle
prendida a la montaña, surtida de tapices y con el olor blando de la lana de
oveja. Sin apartar la vista del potrero que estaba al lado de una escuelita,
Oliveira le dijo a su mujer:
─Mirá
a ese pibe.
─Ya lo vi.
─El de amarillo.
─Ya sé.
─Es
un fenómeno, cuando terminen, voy a ubicar a los padres y…
─Estamos de vacaciones, ¡la puta madre!
─Es un minuto.
En el
campito polvoriento, el puntero izquierdo dejó pagando al marcador y desbordó
hasta el fondo. Tiró el centro atrás. Fue cosa de segundos y el pibe de
amarillo que metió una diagonal por derecha arrastrando a dos defensores. Le
pegó de aire con la zurda y la pelota se le metió al arquerito por el palo
derecho con un efecto raro, de esos que provocaba el Diego. Un tiro imposible
para cualquiera que no tuviera madera de crack. El árbitro, un hombre panzón de
camisa celeste, señaló el centro de la cancha. Ni bien sacaron del medio, los
del equipo del chico de amarillo ─todos con camisetas distintas, o sea, era
difícil saber quién jugaba contra quién─, recuperaron la pelota. Alguien gritó
¡Dásela al Facu! Y entonces el chico de amarillo la paró de pecho bien sobre la
raya y meta caño y gambeta fue apilando muñecos. En la puerta del área se la
jugó mano a mano con el arquero que estaba con la sangre en el ojo y aprovechó
para bajarlo al pibe sin disimulo ni saña. Penal. El Facu acomodó la pelota,
esperó la orden. Retrocedió cuatro pasos y se desplazó un poco hacia el costado.
Miró al palo derecho del arquero, alzó la ceja. Tomó carrera y ni bien el arquerito
se perfiló hacia ese lado, le pegó de lleno con el empeine. Fuerte y limpio, el
tiro rozó el palo izquierdo y fue a dar contra la red. Los compañeros del Facu estallaron
de alegría y lo llevaron en andas hasta el círculo central.
Los ojos del pibe, de un verde insólito,
brillaban de júbilo. Si hubiera usado turbante, lo habrían confundido con un
poblador de las montañas de Afganistán. Pero los cerros que rodeaban su pueblo
eran más amigables. Compartían los tonos ocres de sus rocas con las casas y la
comida de la gente.
─Usted sabe que este chico tiene un don
especial. En Buenos Aires puede llegar a ser un gran jugador─ Oliveira ubicó al
padre y le costó bastante convencerlo: tres viajes a la quebrada y la promesa
de cuidarlo como a un hijo.
Al Facu lo instalaron con otros chicos en una
pensión blanca y ordenada. Entrenamiento
a la mañana, escuela a la tarde y gimnasio tres veces por semana. El resto era
dormir y penar. El día del examen físico para la inscripción oficial lo
despertaron muy temprano. Lo vinieron a buscar a él y a tres chicos más de la
pensión.
El
viaje en tren fue tranquilo, pero en la escalera mecánica del subte, Facu se
tropezó. Los compañeros lo cargaron sin piedad. La sangre le subió a la cara y
aguantó con los dientes apretados. Entraron al vagón y lo dejaron en paz. En la
estación siguiente subió una mujer embarazada. Vendía curitas. Tenía el cuello
muy largo y se le notaban todos los huesos de la cara, como si no tuviera
carne. Facu no le podía sacar la vista de encima. Ella se fastidió y le sacó la
lengua. Otra vez las risotadas de sus compañeros, otra vez la vergüenza. En su
pueblo nunca había visto una señora así, tan sola y tan pobre.
Cuando salieron de la estación, el tránsito alterado
del Centro lo aturdió. Enseguida entraron a un hospital enorme y lleno de gente
haciendo filas en los pasillos. Le extrajeron sangre. Fue el último en entrar y
se mareó, pero no dijo nada y solamente salió tanteando la pared para no
caerse. Después le hicieron una placa de tórax y se puso nervioso porque no
sabía dónde dejar su ropa y el radiólogo que lo apuró y que le dijo “Esperá acá”
y el chico que dudaba entre vestirse o quedarse así. Después de un buen rato el
tipo volvió a aparecer ─”¿Todavía no te vestiste?”─ y le entregó la radiografía
con la orden de llevársela al médico que le iba a hacer la revisación.
Facu
salió de la sala de rayos y ya no supo para qué lado caminar. No veía a nadie
conocido. Llegó hasta el hall del viejo hospital. No estaba seguro de haber
pasado por ahí antes. Subió y bajó las escaleras de mármol gastado varias
veces. Miraba las flechas que ordenaban el tránsito resignado de la gente pero
que no tenían sentido para él. El tiempo pasaba y cada minuto se asustaba más.
Salió por una puerta enorme que daba a un lateral del edificio. En una especie de vereda amplia, había
andamios y materiales de construcción, pero nadie estaba trabajando. Se sentó
en el piso, rodeó sus piernas fibrosas con los brazos y hundió la cara entre
las rodillas. Estaba enojado y triste.
Lloró mucho.
─
Seguro que Oliveira me manda de vuelta…
Pasó
media hora así, sin saber qué hacer.
─
¡Acá está, acá está! ¿Dónde te habías metido boludo? ─Los otros chicos gritaban
y se reían.
Se paró de un salto.
─ ¡Ehhh viejo, por fin! ¿Tanto tiempo tardaron? ¿Cuándo nos vamos a
comer? ¡Estoy cagado de hambre! ─ dijo Facu mientras esquivaba la mirada del
entrenador.
El Facu, con cara de ofendido y el mentón bien
arriba, pasó sacando pecho entre todos como un delantero después de meter el
gol olímpico de su vida en tiempo de descuento.
Oliveira
primeo respiró con alivio y después tuvo la certeza de que no se había
equivocado.