Como todo el mundo
sabe en el barrio, las cañas que crecen en los terrenos baldíos no se pueden
erradicar.
Al principio se
pensaba que varios hombres juntos blandiendo palas de punta, trabajando a un promedio de ocho horas diarias,
podían eliminar las cañas de, digamos, un
terreno pequeño capaz de albergar una
calesita modesta durante quince días.
Pero ese tipo de soluciones solamente era aplicable a proyectos itinerantes, como carruseles o circos pobres sin animales ni pretensiones.
L os domingos se
organizaron jornadas solidarias.
Siguiendo las prácticas de los inmigrantes que se juntaban para levantar las paredes de
las futuras casitas, los vecinos se reunían para limpiar los predios con un
entusiasmo que iba decreciendo a medida que subía el sol.
Resultó que el tremendo esfuerzo demandado no
se justificaba ya que, por caso, los martes a la tarde, los primero brotes
verdes se dejaban ver abriéndose paso entre las raíces lechosas.
La solución pareció
llegar desde el Paraguay. Allí, una vez cercenadas las cañas al ras del piso,
se rociaba las raíces con kerosén. Esta operación debía repetirse a lo largo de
veinte días y luego la tierra quedaba libre.
Con el tiempo se
descubrió que la latitud del hermano país incidía en la intensidad de los rayos
solares, lo que contribuía al éxito de la operación.
Según los
resultados que se dieron en el barrio, es seguro que la calidad del kerosén
paraguayo era superior al que se conseguía en el conurbano de Buenos Aires.
Además del incendio de un quiosco que proveía
el combustible y que estalló por los aires, no se registró ningún avance. El kerosén
fue un rotundo fracaso.
Tampoco ayudó el hecho de estar en el sur del
mundo.
Con los ánimos
alicaídos, los vecinos ya no se escandalizaron cuando las cañas colonizaron las
macetas de malvones, las veredas polvorientas y los gallineros.
Para los niños, los
cañaverales feraces eran sus aliados. Podían esconderse cuando los llamaban
para bañarse en los fuentones; podían imaginarse en lejanas selvas e imitar el sonido de cualquier animal
salvaje. Hasta podían atenuar el efecto
de las tardes desoladas armando con las
cañas cortadas por la mitad, barriletes
que casi nunca volaban.
El juego preferido
era perderse entre los tallos altísimos
coronados por espiguillas parecidas a plumeros (que por lejos era lo más valioso que podían
encontrar) e intentar capturar los ejemplares más hermosos.
Los osados arremetían la búsqueda entrando en
el espacio apretado de los tallos, sin poder apoyar bien los pies y cortándose
con los bordes de las hojas estilizadas y arduas.
Por pura intuición
comenzaban a sacudir la caña que creían más grande, guiados por los gritos de los chicos que
tomaban distancia para ver mejor.
Se escuchaba:
- ¡Ésa no, la de al
lado!
-Más atrássss, ahí,
¡no! La otra.
Cuando estaban
seguros, derribaban con gran esfuerzo la caña y cortaban el penacho
Los adultos, impotentes
frente a lo avance parejo del cañaveral y del desempleo, apostaban sobre una
manta raída todo lo que les quedaba: “Te juego mi mochila a que Luisito baja el
plumerillo más grande”. “Mi cuchara de albañil a que Juanita encuentra el más
suave”.
Y como estaban tan entusiasmados, nadie se dio
cuenta de que la pareja más joven de la cuadra se desgañitaba pidiendo ayuda.
De tal suerte que solitos se arreglaron y
recibieron al bebé más hermoso que hubiera nacido a la vera de la autopista.
Tan amada era la criatura que todos sus cabellos eran rosados y crecían hacia arriba
sin parar. Los flamantes padres dieron por sentado que al paso de los días la suave cabellera sería más dócil y dejaría de irradiar luz.
Como ya
era noche cerrada, el juego
terminaba y los niños fueron saliendo del cañaveral como siempre. Sin embargo
algunos adultos vieron un cambio, al principio sutil.
De las cabecitas
alborotadas de los niños, comenzaron a crecer brotes tiernos, tornándose en
espigas delicadas. Todas destellaban colores de acuerdo a las necesidades
: verdes, para quienes tenían a sus
abuelos enfermos; azules, para los
chicos cuyos padres habían perdido la voluntad; violetas, para los esperanzados.
Y en los aviones
que llegaban al aeropuerto cercano, cargados con regalos del exterior, los
pasajeros dejaron por un momento sus computadoras y sus celulares. Todos
miraron con inquietud hacia abajo y muchos de ellos juraron solemnemente sobre las pantallas de sus tablets, que jamás
se había visto una navidad más luminosa.
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