El vaso de vascolet y el mantelito verde manzana.
-¿Te vas a poner a encerar ahora?-el marido apenas esbozó una
queja.
-¿Y cuándo querés que lo haga?-la mujer respondió con
relativa moderación. Era muy temprano para pelear.
-Es que ese olor….-desdobló con cuidado el diario.
-Ojalá tuviera tiempo para desayunar tranquila como
ustedes-la esposa esparcía la pasta anaranjada por el damero blanco y negro del
piso de la cocina.
-¡La leche está muy caliente!-el chico revolvía con su cuchara y mordisqueaba un biscuit.
El olor de la cera vuelve a embriagar a Guzmán mientras
recuerda la escena acodado junto al teclado.
Se ha comprometido a
entregar el diagnóstico inicial de los catorce cursos en los que deberá enseñar Literatura. Las
catorce planillas están llenas de nombres y apellidos a los que intenta
acostumbrarse. El ciclo lectivo recién empieza con su rutina de informes sobre
chicos que aún no conoce.
Él quisiera llevarlos a escribir graffitis con Cortázar, a
que se enamoren con Benedetti en alguna
esquina rota; que se estremezcan con Poe y se conmuevan con los personajes
aparentemente derrotados de Rozenmacher.
Y algún día… Tal vez…
No escribe. Las
planillas siguen ahí, en blanco. Está demasiado aburrido y sabe que eso puede afectar su criterio.
Además, no puede
cambiar la imagen que le llega desde el pasado.
Mira por la ventana: el cielo del lunes es un collage
desganado.
No sabe a ciencia cierta por qué se ha acordado de ese
episodio.
- Qué raro que funciona la mente- se masajea suavemente las
sienes mientras intenta concentrarse en el trabajo.
Sin embargo, vuelve a Ciudadela y a la cocina de su niñez.
La casita era chica y muy prolija. Tanto que desentonaba en
medio de los galpones y los talleres mecánicos por los que se colaba un hollín
pegajoso que tenía la costumbre de aterrizar en su casa, para hacerla rabiar
a la madre.
-Tomá la leche que se enfría- su padre le guiñó el ojo.
-No me gusta el vascolet-el pequeño Guzmán hablaba bajito
para no despertar la furia materna.
-Bueno, dale que te ayudo- el padre se estiró sigiloso para
tomar del vaso y no calculó bien, de modo que la larguísima página de La Nación
desató una pequeña catarata de leche marrón sobre el mantelito verde manzana
con bordes tejidos al crochet.
En ese apartado lugar de Ciudadela, lo que no brillaba estaba
tejido a mano o bordeado de puntillas.
Los dos se miraron conmocionados, el padre cruzó el dedo índice sobre los
labios con energía. Las lágrimas del chico no se animaban a deslizarse por la
cara. El desastre era de tal magnitud
que el hombre solamente atinó a recoger el mantel empapado, envolverlo en el
diario y meter todo el conjunto en su maletín de visitador médico.
-Nos vemos a la noche – llegó a decir el padre que salió casi
corriendo.
La madre siguió
arrodillada refregando el piso. El niño entró en pánico.
Guzmán se levanta y se sirve otro café. Los recuerdos parecen
escurrirse y aunque no son alegres, sonríe. Mientras lo hace, se le ilumina la
cara y vuelve rápidamente a su escritorio.
Los textos ajenos pueden esperar. La burocracia también.
Sus manos se deslizan sobre el teclado como si alguien las
manejara:
”Las persianas se levantaban temprano, lo suficiente para
ventilar los ambientes. El resto del día permanecían bajas para
defender a la familia de la inmundicia del mundo”
Vuelve a mirar por la ventana y ya no le presta atención a los nubarrones. Dos
pibes de guardapolvo blanco que corren en la plaza como si fueran conejitos, lo hacen llorar de felicidad.
¿A quien no le gustaba el vascolet?
ResponderEliminarParece que lo único que necesitaba era un regreso al pasado, incentivado por el olor de la cera. Y el encuentro con algo que recuerda a ese pasado.
Bien contado.
Gracias, como siempre, muy obssrvador!!!!!
ResponderEliminarMuy lindo. Y aunque los recuerdos fueran alegres creo que no dejan felicidad sino tan solo la nostalgia del lindo momento pasado.
ResponderEliminarUn beso Gra
Gracias por tu comentario.
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