PASO A SALUDAR
Cuando era chica quería ser
astronauta. Acá estoy, por fin, apreciando la curvatura del planeta.
Una vez, hace mucho tiempo,
sentada sobre una roca en el borde del lago Nahuel Huapi, había vivido algo
parecido a esta felicidad que tengo ahora. Ni siquiera puedo sentir pesar al
recordar a mis hijitos llorando bajo la
mesa de la cocina. Ahora sé que a ellos también les llegará la recompensa de
sentirse disparados hacia arriba, livianitos. Es cuestión de tiempo. Después de todo, no fue
tan doloroso. Supe que la cosa no venía bien antes de preparar la cena. Era fin
de mes y no me quedaba casi nada para cocinar.
Lo de siempre: papas y cebollas. Le pedí tres huevos a la vecina. Pobre,
más tarde la vi vomitar en el umbral de mi puerta. Le pedí los huevos para
hacer una tortilla. Yo sabía. Como sea, a mí la tortilla me sale bárbara, pero
a él no le gusta. Y yo lo sabía y la preparé igual.” Tomá la tortilla”, le
dije. Y él que agarró el plato del borde, como para no ensuciarse y me apuntó a la cabeza y lo estrelló contra la
pared. Lo esquivé como pude. Mis hijitos se
quedaron paralizados mientras la
comida se mezclaba con los colgajos de
pintura vieja. Por experiencia, ellos sabían que la situación se iba a poner
peor. Se escabulleron debajo de la mesa
con la ilusión de hacerse invisibles. Abrazados. Me quedé parada y él que esperaba que yo saliera corriendo como siempre y en vez de eso le grité “¡Pegame
maldito hijo de puta! Si, ya cumplí los cuarenta, por qué no te vas maldito!” . Al principio dudó como si no entendiera la
situación pero enseguida yo vi cómo se
encrespó de rabia el fuego verde de sus ojos. Me tiró de los pelos y entonces agarró la
sartén de hierro con la mano libre. Entró a darme golpes en la cabeza y me abrIó
el cuero cabelludo y vi volar por el aire un mechón rubio. Sentí el filo de la
sartén contra el hueso pero no me dolió
en el momento porque me invadió una conmoción en todo el cuerpo, como si
estuviera en medio de un choque de
trenes. Trastabillé. Caí. Desde el piso escuché los alaridos de mis chiquitos
mientras él me pateaba la espalda. Una gelatina púrpura salió de mi nariz.
La sangre me atravesó todos los sentidos hasta ahogarme.
Ahora ya puedo ver toda la tierra. El silencio es delicioso.
Los colores también. Las luces del hemisferio norte son un espectáculo
magistral comparadas con las del resto del mundo. Hay un resplandor especial
sobre México que me atrae. Parece que son miles de velas. Una caricia para el
alma. Siento que me quieren. Yo nunca estuve ahí, sin embargo muchas personas
rezan por mí en este mismo instante. No puedo irme así, sin saludar. Quisiera
expresarles mi gratitud. Después de todo
ya no tengo ninguna urgencia. Desciendo. La ciudad entera desfila por una avenida. Los niños
piden a los gritos calaveras de azúcar. Hay altares por todos lados con flores
y comida. Las mujeres visten unas blusas bellísimas. Me mezclo con ellas. Los
coágulos sanguinolentos que salen de mi
oreja son bien evidentes, pero asustan menos que algunas de sus máscaras.
Que trágico precio el de su escape, el de encontrar esa paz.
ResponderEliminarAunque pudo volver a agradecer.
Un abrazo.
Gracias, otro abrazo.
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