Jesús de los cardos
Jesús sabía obedecer.
Por eso, aunque le ardían los ojos,
siguió vigilando cualquier movimiento más allá del río.
Ya no había malones,
pero nadie estaba seguro. Madame Odette temblaba de miedo cuando escuchaba
galopar, y a la señorita Claire se le cerraba el pecho y a todos les entraba un
susto de muerte.
Don Gaspar Arrieta, el dueño de la estancia “Los espinillos”,
iba y venía secreteando con los otros
hacendados de la zona. “Todo está perdido” le habían escuchado decir los peones
más viejos. Jesús siempre andaba entre
ellos. También era un peón, pero los patrones lo distinguieron con un trato
casi familiar, cada vez más distante a medida que se hacía hombre. A él lo habían encontrado acurrucado al pie
de un algarrobo cuando todavía se llamaba Quenicó. Calcularon que tendría cinco años. Al
principio lo creyeron muerto porque ni siquiera intentaba espantar las moscas
que lo cubrían. Había corrido durante dos días enteros. Tenía su carita de niño
y los brazos lastimados por la paja
brava. Los abrojos se le mezclaban con
la sangre de las heridas formando coágulos morados. Hijo de un
capitanejo pampa y una cautiva, Quenicó,
había escapado de la toldería durante el ataque de los huincas. El chico debía
su nombre a los ojos celestes que endulzarían luego los rasgos duros del
rostro. La herencia gringa de su madre denunciaba mansamente la ignominia de la
esclavitud.
Para Madame Odette,
joven y recién casada con el patrón, el niño fue un motivo para no morirse de
pena tan lejos de Paris. Lo cuidó como a un hijo, pero eso duró solamente un
año hasta que empezó a parir a los propios. Después desterró su identidad. Lo hizo
bautizar con el nombre de Jesús y lo entregó a las indias que servían en la cocina. El chico creció en los límites de
la provincia, arreando el ganado de los
primeros estancieros de la zona.
En esos años fueron naciendo los hijos de Don Gaspar y Madame
Odette. El primero murió en el parto.
Luego, dos varones aseguraron la continuidad del apellido. Por último nació la
niña Claire. Siempre estaba enferma, las
pocas veces que se sentaba en el sillón de
la galería, su madre la rodeaba de almohadones y le leía historias en
francés hasta que el aire se ponía
fresco y empezaba a ahogarse entre silbidos. Jesús la vio hacerse mujer desde
lejos. Se aprendió de memoria el canela de su cabello, sedoso como las cintas
que apenas lo sujetaban.
Igual que los lirios blancos
cultivados por Madame Odette, la joven era el milagro de la pureza en medio de
la llanura feraz.
La casona de la
familia Arrieta era sólida y sin grandes lujos, como la noble sencillez del
campo. Se destacaban los muebles oscuros que le daban un aire de severidad al
comedor. La cocina se construyó separada de la casa principal. El techo y la
paredes estaban tiznadas por la falta de ventilación y desde el amanecer las
criadas preparaban el mate con galleta para los hombres que salían a trabajar
temprano.
Jesús, fiel a su naturaleza mestiza, a veces se sentía
afortunado y a veces resentido. Pero una vez fue feliz; pendiente como siempre de la
leve presencia de Claire, una mañana de
verano la vio a lo lejos volviendo de un paseo en bote por la laguna con su madre. Los camalotes les impedían acercarse a la
orilla. Entonces él no dudó, se metió en el lecho barroso y con el agua al cuello, empujó la pequeña
embarcación hasta la tierra. La risa de ella fue como el tintineo de cien
campanitas de plata juntas. Mientras le daba la mano para ayudarla a bajar,
Claire le sonrió. Jesús guardó el
“gracias” de la muchacha en cada célula de su cuerpo. Desde ese entonces, sus
insomnios fueron como espacios de luz en la oscuridad del rancho.
Durante la primavera de 1839
los ganaderos de la zona estaban arruinados. No tardó en gestarse una conspiración. Entre
sospechas mutuas se organizó la rebelión
contra el gobierno. Don Gaspar se comprometió en ella. No tenía ninguna
experiencia en el ejército así que
contribuyó con armas y con su gente. Ya fueran criollos, indios o negros, la
peonada no tenía opción.
Las noticias falsas
iban y venían. Las lealtades se ponían a prueba y la delación circulaba por
ambos bandos.
Los hacendados que encabezaban el movimiento se prepararon
para la lucha. En la estancia de los Arrieta, solamente quedaron las mujeres y
un puestero armado. Los objetos de valor ya habían sido guardados en dos
baúles.
A Jesús, joven y buen
jinete, lo pusieron al frente de una partida que debería unirse a los
sublevados. Una madrugada le ordenaron
salir. En el trayecto se fueron sumando
hombres de otras estancias. Una columna leal al gobierno que venía desde Azul,
les cortó el paso. Los gauchos sucumbieron ante la embestida de los soldados y
se dispersaron. Jesús los reagrupó y ordenó la marcha hacia la laguna grande
donde el grueso de las milicias rebeldes se preparaba para la batalla
definitiva. La superioridad de los
soldados profesionales se impuso desde el principio. Uno de los jefes de la
sublevación cayó muerto enseguida. Ahí nomás, le cortaron la cabeza. La novedad
se expandió como un aliento envenenado. A partir de entonces, Jesús solamente
pensó en escapar. Lo espantó la idea de los degüellos. Pero más lo aterraba imaginar
las represalias contra las mujeres de la estancia. Le latía en las sienes la
imagen de las enaguas desgarradas de Claire. Aprovechó la confusión y se
escondió. Cuando pudo galopó como un demonio hacia “Los espinillos”. En su retirada se topó con un milico que le abrió el muslo
de un lanzazo. Él soportó el dolor de la carne desgarrada y siguió
huyendo. Pronto se dio cuenta de que era inútil. El pelo del caballo se
tiñó al contacto tibio con la arteria cortada de su pierna. Loco de dolor y
debilitado por la sangría, se desplomó sobre una franja de cardos
que bordeaba el camino y expiró malamente.
El mismo sol que lo
torturó hasta el final, golpeaba de lleno la cubierta del barco que esperaba en la bahía de Samborombón
a los estancieros derrotados para
llevarlos a Montevideo. La familia de Don Gaspar fue la primera en subir a
bordo.
Pocos días después, se
anunció el indulto para los paisanos que habían participado en el
levantamiento. Todos aclamaron vivamente
al Ilustre Restaurador de la Leyes.
Quenicó no ha sido afortunado, le cambiaron su nombre, el trato de Madame Odette pasó a ser distante. Lo metieron en una lucha que no era la suya y ni siquiera pudo ser un héroe para impresionar a Claire.
ResponderEliminarPor suerte le llegó el indulto para todos los paisanos sublevados.
Bien contado.
Un abrazo.
Buena síntesis. Por desgracia hubo muchos Quenicó en la Historia. Gracias por leer y por el comentario.
ResponderEliminarbuenísimo! Ilustre que Vd. sabe de estos temas.
ResponderEliminarEl color rojo que cubre el relato no se debió únicamente a la sangre derramada... que teñiría las divisas.
Excelente.
Si así es. Tiempos de división que ya pasaron ¿Pasaron? Gracias totales.
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