El viejo y las
palomas
El viejo apenas diferenciaba
el día de la noche dentro del departamento oscuro. Le daba lo mismo el
almanaque. Pero si algo conservaba de su
vida en el penal, además de la obsesión por el orden, era la depresión de
los domingos. La amargura empezaba cuando olía el caramelo
de las garrapiñadas que vendían en la plaza. Entonces se imaginaba a la gente
caminando sin apuro por Callao, y el disgusto le tensionaba
las venas verdes que sobresalían de sus sienes.
A él nunca lo había
apenado el encierro, excepto los
domingos, claro, cuando los otros se ponían locos después de las visitas y los
suicidios alborotaban la rutina. Él repetía que la cárcel es el lugar para la
gente incomprendida.
Desde que le otorgaron la
prisión domiciliaria, lo obligaron a vivir en ese monoambiente lleno de humedad
que habitaba ahora.
-Mire doctor, a mí no me importa
seguir así-le había dicho al defensor oficial.
-¿Usted se quiere morir acá?
-el abogado dio por terminada la conversación.
En contra de su voluntad, se
acomodó como pudo. Le repugnaba el lugar. Todos los días había gente cortando el tránsito de las avenidas. Los
gritos de la muchedumbre y el ruido de los bombos subían desde la calle y él se
cocinaba en su propia rabia.
Tenía prohibido salir;
tampoco lo deseaba. Los lunes a la mañana alguien le dejaba en la puerta una
bolsa con arroz, fideos y algunas conservas como para no morirse de hambre. El viejo le pasaba por
debajo de la puerta una lista de mercaderías para la próxima semana. Además de
alimentos, él pedía productos de limpieza y desinfectantes. También ácidos para
limpiar el baño y los pisos.
En la cárcel, por lo menos,
hablaba de vez en cuando. Con los
reclusos comunes no. A esos los
despreciaba. Los que entraron con él-“mis compañeros de promoción”, como le
gustaba llamarlos- se fueron muriendo.
Pero los carceleros a veces
tenían ganas de escucharlo, entonces podía explayarse y recordar los viejos
tiempos.
A poco de instalarse, la
vecina del departamento de al lado le tocó el timbre. Él se sobresaltó y la
atendió por la mirilla sin abrir la puerta. La chica tenía el pelo violeta. El
viejo se restregó los ojos y volvió a mirar.
-¿Qué quiere?
-Ah… qué tal soy Vanesa, del
“B” le quería pedir un favor- La chica no se intimidó.
-No sé en qué la puedo
ayudar-las palabras no le salían fácil.
-Mañana tengo que viajar, voy
a estar afuera dos semanas. A lo mejor usted puede desde su balcón regar mis
plantas y llenar el recipiente de comida
para las palomas. Yo le acerco todo a su baranda para que no se tenga que estirar
tanto-Vanesa, muy segura, levantó la mano hasta la mirilla y le mostró un
paquete con alimento balanceado.
Al viejo no le quedó más remedio
que entreabrir la puerta. Ahora podía ver a la chica de cuerpo entero. Vestía
un pullover agrandado por el uso que le hacía juego con el pelo y un pantalón
verde loro que arrastraba por el piso. Por más que quiso, no pudo reconocer la
silueta de una mujer en ella. Agarró la bolsa mecánicamente.
-Gracias señor-Vanesa le dio
un beso sonoro en la mejilla y desapareció.
Él se quedó paralizado de estupor. Ahora entendía el
origen de las palomas que ensuciaban su ventana. ¡Cómo lo obsesionaban! Las de
su infancia eran palomitas de un blanco
inmaculado. Recordaba que en su libro de lecturas de primero superior casi
siempre llevaban una ramita de laurel en el pico. Las de ahora se empecinaban
en ser oscuras, cuando no de un indignante tono casi marrón. Malograban sus siestas con arrullos vulgares, sin
encanto. Arruinaban la ropa colgada al sol.
Unos días después, no
obstante, reconoció que a partir del pedido de su joven vecina, se mantuvo
bastante ocupado. Hasta se sintió agradecido.
Un domingo mientras padecía la agonía de las horas que no
pasaban nunca, se sentó en el único sillón raído que tenía. Al rato, quiso
estirar las piernas y salió al balcón estrecho. Se arrepintió enseguida. El
aire frío se hacía sentir en la altura. Al darse vuelta para volver a entrar, vio
a la primera. Estaba muy quieta en el
piso. Inmóvil. No parecía estar empollando ni nada parecido. Esperó a que
reaccionara. Una leve excitación lo llevó a la cocina donde se sirvió un té de
tilo. Había suspendido el café y el mate pero igual el agua tibia del té le
horadó las tripas como si fuera lava hirviente cayendo sobre la nieve.
Ya no podía mantenerse
sentado, caminaba en círculos, cada vez más nervioso. Buscó sus anteojos
maltrechos a los que les faltaba una
patita para examinar el cuerpo inerte de
la paloma. El viejo no le sacaba la mirada de encima. Con el palo de la escoba
la dio vuelta. Un ligero hilo de sangre le salía por el pico. No aguantó la ansiedad y decidió que tenía que salir a la calle.
Valía la pena exponerse. No le importaba un carajo que lo delatara la pulsera
magnética que le habían puesto para que no se escapara.
Abrió la puerta y enfiló para las escaleras.
Llevaba un jogging gastado y pantuflas
de franela. A medida que bajaba, el aire se le hacía más denso. En el tercer piso se tuvo que sentar en los
escalones para recobrar el aliento. Por fin llegó a la planta baja. Eran las
seis de la tarde, la hora que él más
odiaba. En la vereda, otra paloma
aleteaba entre espasmos. Una madre y sus
dos mellizas estaban arrodilladas en círculo alrededor de ella. La señora no
dejaba que las criaturas la tocaran. Las
nenas lloraban a los gritos: “Mami, ¿Qué le pasa? Vamos a llevarla a casa
pobrecita”. Él las esquivó, caminó hasta
la plaza del Congreso y ya no tuvo dudas: un tapiz de plumas coloreadas
con grises infinitos palpitaba sobre las vereditas y el césped. La gente escasa
se horrorizaba e intentaba rescates de improbable éxito.
Satisfecho, el viejo se encendíó de alegría y
el cielo dominguero que ya se tornaba de un violeta abrumador, se desplegó para
él como un prodigio de tonos esperanzadores.
Por fin, la mezcla venenosa que con tanta fe había esparcido desde el
balcón de la vecina, empezaba a hacer su trabajo.
Hace pensar que estuvo preso por un delito que cometió.
ResponderEliminarParecía que se iba a interesar por la chica, que iba a alimentar a las palomas, por ella. Pero no.
Bien contado.
Un abrazo.
Gracias!!!!!
ResponderEliminarMuy bueno el giro argumental
ResponderEliminarBeso grande Gra!
¿Te gustó? Gracias. A mi mamá le gustaba mucho este cuento. Abrazo.
ResponderEliminarPor eso lo publiqué.
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