Encuentro en Jurerê
- Me pudrí de
esperarte-el chico obeso increpó a la madre.
-Manejé muchas
horas-la doctora miró el plato lleno de dulces que su hijo sostenía con las dos manos.- Ah… el
café de manhá, qué exquisito, ¿No?- quiso sonreír, pero no le salió.
-Allá hay
una mesa.
El comedor del hotel
de Santana do Livramento era un hervidero de turistas argentinos de paso hacia
Florianópolis.
Casi a mediodía
salieron para Santa Catalina. Más allá de Porto Alegre, la ruta seguía
obediente las ondulaciones del suelo. A la doctora le daba terror pasar a los
camiones. Solamente lo hacía cuando los
bufidos del chico no se podían aguantar.
-¿Querés conectar tu
música, hijo? Así escuchamos los dos.
-No te va a gustar.
La mujer lo miró de reojo.
El chico movía la cabeza como si tuviera convulsiones. Se había puesto unos
auriculares enormes de color amarillo. Los granos inflamados de la cara subían
y bajaban al ritmo del bajo; algunos tomados por el pus, otros apenas
enrojecidos.
Al atardecer llegaron
a Canasvieiras. El departamento que habían alquilado estaba en el primer piso
de un complejo retirado del centro. Por la ventana del comedor, se colaba un aroma a frutas que subía desde una verdulería ubicada justo
enfrente.
-Mirá qué suerte qué
tenemos, voy a bajar a comprar mangos y papayas-dijo la mujer.
-Papá siempre dice
que hay que probar las comidas típicas de los lugares a los que viajamos.
-Ah…sí. Tu padre el
mochilero. Bueno, los mangos y las papayas son de acá.
El chico la miró con
desprecio, agarró de mal modo los auriculares y se metió en su dormitorio hasta
el otro día.
El sol de la mañana taladró todos los
ambientes. El olor del café recién hecho inundó la pequeña barra de la cocina. El
chico se levantó con hambre. La doctora se esmeró con el desayuno. Sirvió ensalada de frutas en unas copas elegantes.
Exprimió naranjas y untó las tostadas
con queso crema. El hijo comía con la boca abierta. Alarmada, se dio cuenta de
que nunca había visto dientes tan amarillos. Aguantó con estoicismo. Al rato, mientras levantaba
las tazas, dijo como al pasar:
-Bueno, nos lavamos
los dientes y salimos. Ya tengo preparada la canasta.
-Yo ya me los lavé.
-Si, claro. Pero hay
que repetir el cepillado para eliminar los restos de azúcar que producen las
caries.
-Ni loco.
Cerca del mediodía
(“la peor hora para salir” según la mujer) enfilaron para la playa. Ella con un
pareo de diseño y una capelina italiana. El hijo con un bermuda llena de
bolsillos y una remera negra con el logo de un grupo de rock pesado. Ni bien
pisaron la arena, los recibió un vocerío cadencioso.
-Voy a comer algo.
-Esperá…-la mujer no pudo detenerlo.
El chico fue derecho
a un puesto atendido por un hombre negro vestido con un pantalón y una
musculosa impecablemente blancos. Volvió con un milho cozido y dos trozos de
queijo coalho ensartados en un palito. Un hilo de manteca derretida caía desde
el choclo hasta las ojotas. La madre se alteró un poco. “Está bien, es
adolescente, está probando mi paciencia” pensó. Se dispuso a pasar la tarde bajo
una sombrilla, instalada en su reposera y observando a las mujeres. Después de
todo, el éxito de su carrera como nutricionista y cirujana plástica se debía a
la capacidad para interpretar las necesidades
de sus pacientes. A muchas de las argentinas que invadían la playa las conocía
bien. Formaban parte de un sector social que había sido la materia prima de su
fama. Pero ahora intentaba hacer foco en las brasileñas, porque quería expandir
el negocio. Las envidiaba un poco. Parecían no tener ese miedo obsesivo a los
rayos solares ni a los kilos de más que
adornaban con gracia y colores chillones. Mientras las veía jugar al vóley, felices y extrovertidas, le pareció que la imagen que había construido
de ella misma, tan rigurosa, era como una prolija torrecita de mierda. La
ocurrencia no le hizo gracia. Al contrario, la puso seria. En eso estaba cuando vio venir a su hijo con
un plato repleto de camarones fritos. No pudo controlar la furia.
-¡Por favor, no te
hagas esto!
-¿Qué me hago?
-Desde que llegamos
estás comiendo grasas, vos lo sabés.
-Yo no soy paciente
tuyo.
Fin de la discusión.
El chico desapareció. Por la noche, se encontraron en el condominio. La madre
fingió entusiasmo.
-Te invito a cenar a
un restaurant. Me lo recomendaron. Mirá qué linda camisa que te compré-desplegó
con gracia la prenda de algodón finísimo.
-Está bien-el chico
estaba calmado.
El lugar era un
salón enorme con pisos de cerámica roja. En el centro, una isla de acero
brillante repleta de bandejas con ensaladas, guisados de carne, mariscos y
legumbres.
-Te traigo
ensaladas-la madre no le preguntó si quería o no.
-Ya te dije que yo
pruebo la comida típica.
El chico se sirvió una cazuela con feijoada y
un plato rebosante de coxinhas. Se sentaron a la mesa
- Hasta para elegir
la comida te parecés a tu padre-ella desplegó la servilleta con amargura
-Vivo con él.
-Fue tu elección.
-Yo tenía ocho años,
mamá.
La cena transcurrió
lenta, incómoda. Los dos examinaban cualquier detalle banal con detenimiento:
el pliegue del mantel, la sal humedecida que se negaba a escurrirse por los
orificios del salero y cosas así. Tosían nerviosos. Cualquier cosa con tal de
no encontrarse con los ojos del otro. A la salida, tomaron rumbos diferentes.
La madre estuvo sentada un rato largo sobre la arena iluminada de la costa.
Al otro dia el cielo
amaneció nublado. La doctora decidió que sería bueno pasear un poco y conocer
las otras playas de la isla. Manejó hasta Jurerê. Caminaron por un puentecito
de madera que unía los acantilados. Se acodaron en la baranda de madera. Con la
mirada perdida en el mar, ella empezó a hablar. Quiso agarrar la mano del
chico, pero él la rechazó.
-No había manera de
convivir con tu padre. En ese entonces yo me estaba haciendo conocida. Toda mi
energía estaba en la clinica. No podía ser la persona que él necesitaba.
- Tampoco pudiste ser
mi madre
-Siempre estuve
presente.
-No como papá.
Hicieron
silencio. Los distrajo la delicadeza
efímera de un arco iris.
-¿Cómo está él ahora?-quiso saber ella.
-Mal. No responde al
tratamiento-el chico sacó su celular y le mostró una foto del padre. La
espesura de las cejas grises avanzaba sobre el rostro hundido. La piel tenía el
color de los cirios que los creyentes prenden en las Iglesias. La madre-doctora
examinó la imagen con profesionalismo.
-Nunca te va a faltar nada, quedate tranquilo-dijo mientras
le devolvía el celular.
-Ya lo sé. Prestame tu
tarjeta que quiero comprar algo.
La mujer abrió
presurosa el bolso y sacó una billetera de cuero fino. El chico se la arrebató
y sin darle tiempo a nada, empezó a
tirar, una por una, las tarjetas de crédito que aleteaban como pajaritos
dorados antes de hundirse en los remolinos de espuma.
-¡Pero qué hacés,
animal! ¿Por qué, qué te hice yo? – la
madre manoteaba en el aire por puro instinto.-Siempre dando la nota, vos. ¡Me
das asco!-algunas personas empezaron a murmurar mientras miraban la escena.
-Por fin lo dijiste-el
chico se sentó pesadamente en el piso. Apoyó la espalda en la baranda. Los
rasgos adolescentes se habían atenuado, parecía más maduro.
Los curiosos se
fueron. La mujer se quedó mirando las olas, agotada. Al rato, también se sentó.
Se acurrucó al lado del chico.
-Mostrame otra vez la
foto-estuvo unos minutos con el celular del hijo entre las manos. Empezó a
llorar despacio. Las lágrimas caían y caían en cascada lavando el maquillaje.
Se le hincharon los ojos. Hacía rato que el viento le había arruinado el
peinado. Se abrazaron.
-Tengo hambre-las dos
voces se superpusieron.
El hijo sacó unos
reales arrugados de su mochila.
-Yo te invito, má.
Se acercó a un puestito que recién abría y compró dos
pasteles fritos rellenos de pescado y rebosantes de salsa picante. Le ofreció
uno a la madre.
-¿Sabés qué?- dijo ella.- Nos faltaría una cerveza bien fría.
-Mejor dos- el chico se puso de pie y le hizo señas a un
vendedor que justo pasaba por ahí cargando una heladerita llena de bebidas.
El hijo es exasperante. Sospecho que su forma de comer es una forma de buscarle pelea a su madre nutricionista. Y sospecho que es tu intención darlo a entender.
ResponderEliminarLo de tirarle las tarjetas de crédito es algo para perder la calma.
Por suerte, lograron entenderse.
Un abrazo.
Adolescentes....Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarEl hijo le hizo experimentar muchas emociones a su madre...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarSi, tenía sus motivos. Gracias por leer¡¡¡¡¡ Saludos.
EliminarHay mucha ironía en el personaje obeso y sin disciplina alimenticia, hijo de una nutricionista.
ResponderEliminarFue intrigante el desenlace y dejó bien parados a todos. Se llega a comprender el por qué del arrebato del pibe.
Muy bueno.
Beso!
PD: Por su contestación, se lo que estaba escuchando en los auriculares amarillos:
https://www.youtube.com/watch?v=H9m5a1qYQDE
A la nutricionista no sé, pero a mi, desde que Gustavo está cantando sus canciones, me encanta "No te va a gustar"!!!!!! Gracias Frodo. Un abrazo grande.
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