Tuve que irme a la cama para no flaquear. Me saqué la vincha y la remera que había
comprado en la entrada del estadio. Me acosté. Estaba confundida. Cuando empecé
a entender la situación salté de la cama y cerré con llave la puerta del
dormitorio. Desesperada, empecé a planear la huida.
Había llegado a mi casa antes de lo previsto, me
extrañó ver las luces encendidas. El recital de Phill Collins se había suspendido-maldito cambio climático-
por una tormenta con ráfagas y granizo.
-Reunión
cumbre- dije sin malicia, cuando mi nuera abrió la puerta.
-Estás
mojada, te preparo un café-dijo ella mientras escapaba hacia la cocina.
La entrada al recital había sido una gentileza
de mis hijos. Desde la muerte de mi marido, ellos se deshacían en atenciones.
Primero fue el fin de semana en la isla Martín García, una roca en medio del
estuario del Río de la Plata, encantada de bosques umbríos; destino maldito de
generales caídos en desgracia y donde se consigue el mejor pan dulce del mundo.
Luego, proyectaron la remodelación de la casa:
-Mamá, renovarse es vivir-repetían.
Y fue así que se levantaron los antiguos
pisos de madera y se arrancaron los revestimientos. Las paredes fueron
agujereadas por técnicos que decían buscar humedad y los plomeros despanzurraban
antiguas cañerías a su antojo.
La
noche del recital fallido, luego de encerrarme en mi cuarto y cambiarme la
ropa, pegué la oreja a la puerta para seguir el movimiento de mis hijos.
Andaban por la cocina vaciando los muebles. Luego, escuché con escalofrío el
ruido de la pala hundiéndose en el cantero de los rosales, única superficie que
se había salvado de los albañiles. A nadie preocupaba mi presencia. Tenía que
pensar rápido. Segura de que no encontrarían lo que andaban buscando, dado que
yo lo había encontrado antes, salí muy despacio de mi habitación. A través del vidrio esmerilado de la ventana
que da al fondo, vi sus siluetas inclinadas en torno a un montón de barro
removido. El aroma del café me alertó.
Me deslicé por la superficie pulida del porcelanato italiano hasta el
vestíbulo. Nadie lo advirtió. A dos metros de la puerta principal, Me detuve
frente al tapiz que habíamos comprado en el viaje a Cuzco con motivo de
nuestras bodas de plata. Bendije el momento en que se me ocurrió coser la llave
de la caja de seguridad en el reverso de esa
piel suave de vicuña que todas mis visitas elogiaban. Después de
arrancarla, guardé la llave en la cartera. Salí sin hacer ruido. Corrí hacia la
avenida. Volví a mojarme las zapatillas en los charcos que habían quedado
después de la tormenta. Gracias a Dios encontré un taxi libre. Me faltaba el
aire, entonces practiqué la respiración que me enseñaron en las clases de yoga
y recobré la calma. De ninguna manera quería llamar la atención del chofer. Con
disimulo miré hacia atrás por única vez. Nadie nos seguía. Hice una llamada
breve. Eran las diez de la noche. Mi
amante me esperaba en su departamento. Al otro día, más tranquilos, retiramos
de la caja de seguridad del banco la fortuna que mi difunto esposo el
prestamista, supo acumular y esconder.
¿O sea que planeaban algo y lo del recital fue una maniobra distractiva? La lluvia y la suspensión serían algo no previsto que complicó los planes, ya que alertó a a protagonista. Quien reaccionó rápido. Y seguro que verá un recital de Phil Collins, con su amante, en otra parte del mundo.
ResponderEliminarBien contado.
Un abrazo.
Bueno, podríamos hacer una saga....Gracias. Otro abrazo.
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