De cómo el Laucha
Blanca pasó a ser el Lauchón.
Mientras esperaba en la parada, Ignacio se fastidió porque el colectivo vino
rápido. Sin embargo, lo que le dolía era haber perdido su puesto en la
Municipalidad. El nuevo intendente lo
había echado como a un perro sarnoso. A
él y a unos cuantos más.
Subió y enseguida se puso a escuchar música con los
auriculares ostentosos que se había comprado con el último sueldo.
No eran más que treinta cuadras, pero el paisaje cambiaba
mucho. Desde la plaza hasta la avenida que era el límite del municipio, los
pozos de las calles se iban agrandando y los autos tenían que hacer maniobras
inesperadas para esquivarlos.
Ya no se veían edificios sino casitas bajas: las antiguas,
sin otra cosa para mostrar más que sus revoques con urgencia de pintura; las más
nuevas, ostentando sus fachadas de ladrillos desnudos y ventanas sin persianas.
No había lugar para jardines y en algunas veredas,
los vecinos armaban sus piletas de lona compradas con el aguinaldo. Un lujo
proletario que era el desahogo de los pibes a la hora de la siesta.
La mirada de Ignacio se perdía en las calles que tan bien
conocía pero que había dejado de frecuentar últimamente.
Bajó del colectivo y caminó unos metros.
-Qué hacés viejo- saludó a su padre sin ganas, sin interés,
deseando estar en cualquier lado menos en la verdulería, su nuevo lugar de
trabajo.
- Hola hijo- respondió Don Mamani, con la voz ronca de tanto
dar órdenes desde el cajón de manzanas en el que se sentaba y que parecía el
puente de mando de un barco carguero.
-Llegó el Nacho! – dijo casi con alegría su hermana
Nancy, quien con aspecto de Pachamama
del siglo XXI, reinaba en la caja. Desde
la fila interminable de clientes que acababan de servirse de las góndolas
rebosantes de verduras y frutas, la
miraron con impaciencia.
- Ayudá a los muchachos- se escuchó la consigna breve y
terminante de Don Mamani.
“Los muchachos” a saber: El Negro Mamani, hermano mayor de
Ignacio, el Rodri y el Chaco. Los dos
empleados miraron sin entender al
segundo de los Mamani, tan diferente al primero como podría ser un vendedor de
la Salada y otro del Alto Palermo.
Sin ningún preámbulo, el Negro le lanzó una bolsa de
zanahorias.
-Paráaaa…! – atinó a gritar Ignacio, quien cayó desparramado
en el piso con la bolsa encima.
-Jaja, se burló el Chaco- este es muy flaquito, parece una
laucha.
-Boludo, ¿Dónde viste una laucha blanca? – Dijo el Rodri
mientras cargaba dos cajones de acelga y esquivaba a una vieja que acababa de
entrar al negocio.
-Acá, este el auténtico Laucha Blanca, papi!- Lo gozaba el
Negro.
-Prefiero ser laucha blanca y no rata negra como vos- vomitó
Ignacio pateando las zanahorias que ahora rodaban libremente por el piso.
-¿Qué dijiste? Parate y decímelo en la cara, boludo.
-¿Acá no labura nadie, carajo?- Don Mamani se había puesto de
pie.
- ¿Quién sigue? – Nancy levantó la voz como para no dar
importancia a la situación que se tornaba cada vez más tensa.
Desde la muerte de Rosa, la madre de los tres Mamani, Nancy
se encargaba de poner paños fríos cuando el asunto de las diferencias con
Ignacio se hacía evidente.
Rosa y Don Mamani
habían tenido un matrimonio matizado por los disgustos y las separaciones.
El hombre viajaba seguido a Bolivia -donde ambos habían
nacido - y pasaba largas temporadas.
A la vuelta de uno de
esos viajes, Don Mamani se reencontró con Rosa embarazada de dos meses. En
virtud de un acuerdo al que nadie tuvo acceso, el chico que nació, blanco como
la leche y de pelo castaño claro, se llamó Ignacio Mamani y nadie en su sano
juicio osaba cuestionar la paternidad del hombre.
Nadie, excepto el
Negro.
Y en ese clima de recelo mutuo, del fantasma de lo no dicho,
Ignacio volvió a trabajar en el negocio de la familia.
-¡Dale Laucha Blanca, el camión no se descarga solo!- el hijo
mayor hostigaba a su hermano desde temprano.
-Pará boludo, ayudalo
¿no ves que no puede?- se animó a intervenir el Chaco, viendo como Ignacio
pugnaba por llevar en un hombro dos cajones de tomates.
- ¡Si no puede que se quede en la casa!
-¿Qué te hacés, pelotudo?- Se defendía Ignacio.
Después de dos semanas
se había curtido bastante pero no olvidaba su trabajo anterior en el playón de
la intendencia donde iban a parar los autos mal estacionados. Ser empleado
municipal le dio la posibilidad de alquilar un monoambiente cerca de la
estación. Habían sido sus modestas
victorias; las que lo habían alejado de
la animosidad de su hermano y de la compasión de su hermana.
-¡Vamos, vamos que es sábado! ¿ Están dormidos o qué?- Don
Mamani arengaba desde su puesto en la vereda.
Todas las mañanas, el camión que venía directamente de las
quintas cercanas a La Plata, se estacionaba enfrente del negocio. Era enorme, con una caja que parecía el vagón de
carga de un tren.
El trabajo duro que
recomenzaba cada día, no le daba tiempo a Ignacio para pensar demasiado. Su
tarea era descargar el camión.
-Te pedí los duraznos primero- Se quejaba el Rodri, encargado
de proveer las góndolas.
-Che, falta el precio de la palta- dirigía Nancy.
-¡Eh doña, me toca a mí!-, algunos clientes se indignaban
contra los que querían pasarse.
Desde la puerta del negocio el Chaco notó un movimiento en la
mercadería que aún estaba en el camión y le gritó a Ignacio con indiscutible experiencia
en el asunto:
- ¡Guarda con las sandías, están mal acomodadas!
-¿Qué, ahora tenés miedo, vieja? Fanfarroneaba Ignacio desde
arriba de la caja.
-¡Te digo que se vienen…! – insistía el empleado
-Dejálo, que éste se las sabe todas, debe ser por eso que lo rajaron del laburo- el Negro Mamani no
desaprovechaba ninguna oportunidad.
Cuando Ignacio se incorporó para contestarle a su hermano,
notó el suave deslizamiento de las sandías que estaban acomodadas en la base de algo parecido a una pirámide. Todo el conjunto empezó a
desmoronarse.
-¡Cuidado! –gritaron todos mirando alternativamente al camión
y a la camioneta último modelo que estaba pasando en ese momento por la calle.
-¡La puta madre…….!-atinó a gritar Ignacio. En una fracción de segundo se volvió hacia
las sandías que prometían convertirse en una catarata sobre el asfalto. Midiendo
el riesgo del posible impacto con la camioneta, estiró su cuerpo debilucho como si fuera un arquero atajando un penal y
empujó la pesada puerta del camión, aguantando
toda la presión de la carga. Había sacado fuerzas de su orgullo malherido.
-No puede ser, ¿Cómo carajo hizo?- se preguntaron todos.
-Bueno, vamos, a seguir- se recompuso el Negro y subiendo al
camión dijo como al pasar: - y vos Lauchón, bancá que a los dos tenemos que
salir para la cancha.
- Si Lauchón, vení con nosotros, a lo mejor nos das suerte,
boludo- dijo el Chaco mientras ayudaba a acomodar el desastre.
-¡Si son unos muertos….!.- Ignacio se incorporó como si nada,
disimulando el dolor que se le clavaba en la espalda, a la altura de los
riñones.
Esa tarde de sábado festejaron el triunfo de su equipo y se
fueron a tomar unas cervezas al kiosco donde paraban los hinchas menos
violentos.
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