lunes, 27 de junio de 2016

EL 54.



Cruzando la Gral. Paz, el colectivo lo dejó en una esquina con el piso de cemento resquebrajado  por cuyas grietas se colaban unos yuyos largos y amarillentos.
Al principio le costó identificar los edificios, como cuando una luz deslumbra a quien viene de un ámbito oscuro y lleva un tiempo acostumbrarse a la nueva situación. Pero José sabía demasiado esa cuestión de acomodarse a las cosas.
A poco de caminar reconoció la Iglesia-que no había cambiado - , pero nada más.
La mayoría de las fábricas tenían las ventanas tapadas por afiches que se iban acumulando uno sobre otro y al final formaban una masa informe de colores más o menos desvaídos.
Era el mediodía sobre la avenida y el recuerdo de otros mediodías lo invadió.
 Las imágenes de los obreros sentados a la entrada de los almacenes, en algún escalón, con sus ropas de trabajo color verde militar, o azul oscuro. La distensión del almuerzo compartido y la complicidad de alguna cargada mientras se preparaban unos sandwiches con el fiambre envuelto en papel blanquísimo.
 Eran las mismas calles, si, pero sin rastros de los almacenes ni los obreros, ni el ruido de los telares, ni don Jacobo saludando desde su auto grande y lustroso en el  barrio industrial que él había recorrido tantas veces en su bicicleta con el bolso de las herramientas al hombro.
 En esos años  de mucho trabajo, vivía de changas y tanto podía cortar el pasto como pintar una reja o destapar una cañería.
Cuando por recomendación llegó a la casa de don Jacobo para realizar un arreglo en la terraza, y luego se hizo cargo del mantenimiento del parque empezó a creer que su situación podía mejorar.
-Mande patrón-era su respuesta ante los requerimientos del empresario, a quien consideraba un ejemplo para su vida.
¿Acaso don Jacobo no había llegado escapando de Polonia siendo un muchacho y no había vendido por la calle hasta que pudo ubicarse como aprendiz en el taller de un paisano y con el tiempo montar su fábrica textil?
Su visión de lo social lo convirtió en un hombre influyente de la colectividad judía.  Había  fundado el club y la cooperativa de crédito de la que era presidente.
José lo valoraba y lo admiraba. Era un hombre de trabajo como él, y aunque había hecho mucha plata, no lo miraba desde arriba. Siempre estaba ocupado con nuevos proyectos, y a su lado, todo parecía posible.
-¿De qué se quejan ustedes?- era la pregunta recurrente  de don Jacobo cuando sus hijas, que  gustaban demasiado de las alhajas de oro, rezongaban por algo.
José se esforzaba por cuidar esa relación y no lo hacía porque fuera calculador, sino porque sabía que podía aprender mucho de aquel hombre, quien como nadie en la vida, lo aconsejaba y le daba oportunidades. Las ganas de progresar lo hicieron  pensar en pedirle un favor grande.
Las fábricas atraían grandes cantidades de trabajadores que se movían en el transporte público. Desde los bordes mismos del partido, allí donde las villas miseria se recuestan en la costa irregular del pequeño río agobiado de basura y químicos, los colectivos llegaban cada madrugada repletos de obreros de caras curtidas y miradas esquivas.
La línea necesitaba más coches y con un capital relativamente accesible los emprendedores como José podían asociarse y  convertirse en componentes de la empresa.
-Hablalo al viejo- le insistía su compadre.
-Hablalo al viejo- repetía su mujer.
Y josé estuvo muchos meses con la idea rondando su cabeza. No era hombre de precipitarse.
Fue don Jacobo, al verlo más pensativo que de costumbre, quien una tarde, mientras supervisaba su trabajo de pintura en la casa grande, le preguntó qué le andaba pasando.
Y entonces José intentó despacharse con todo.
 Intuyendo la seriedad del asunto, don Jacobo lo paró en seco:
- El lunes venga a la cooperativa y hablamos.
La noche anterior, José no pudo dormir. Ensayó mil veces los argumentos: que era una oportunidad;  que su compadre tenía experiencia como chofer;  que ya tenía visto el colectivo que quería comprar: sería el número 54 de la línea 109.
El lunes temprano llegó a la esquina de la cooperativa, iba a solicitar un crédito sin más  garantías que su honestidad.  Tuvo el impulso de salir corriendo,  pero entró.
Don Jacobo lo escuchó, hizo preguntas. Estaba acostumbrado a evaluar los negocios y sabía hacerlo. Era mucha plata, pero le pareció viable y sobre todo confiaba en ese hombre que a pesar de las muchas diferencias, le recordaba a sí mismo cuando también tenía más sueños que certezas.
-Ahora va a hablar con el gerente y arregla los papeles.- Sentenció desde su escritorio sin lujo alguno.
José lloró. Disimulando las lágrimas volvió para su casa. Los siguientes días fueron de una excitación desconocida para él.
Cuando después de los trámites de rigor, por fin le entregaron el cheque, su entusiasmo era tan grande que no midió la magnitud del riesgo y confió.
Atareado y feliz volvió una tarde a su casa con la intención de seguir haciendo cuentas. Desde el umbral ya percibió algo raro, como un silencio cargado de culpa.
 Su mujer y el compadre habían desaparecido con la plata.
 Apenas repuesto del aturdimiento inicial, los buscó durante semanas con la intención de matarlos y  no los halló.
Toda su entereza no alcanzó para enfrentar a don Jacobo.
 Escapó, y su vida se redujo a seguir la ruta de las cosechas. El trabajo como peón golondrina lo endureció aún más. La vergüenza y el alcohol terminaron con lo que quedaba de su dignidad.
Ahora , después de veinte años en los que no pudo dejar de sentirse como un ladrón, el remordimiento lo hacía volver al barrio.
Un ruido impiadoso de hierros y ladrillos  que se niegan a desaparecer lo devolvió al presente.
El edificio de la cooperativa  está siendo demolido.
Van a construir un bingo.
 Eso le ha dicho el capataz de la cuadrilla que siguió haciendo su trabajo como si nada.




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