EL 54.
Cruzando la Gral. Paz, el colectivo lo dejó en una esquina
con el piso de cemento resquebrajado por
cuyas grietas se colaban unos yuyos largos y amarillentos.
Al principio le costó identificar los edificios, como cuando
una luz deslumbra a quien viene de un ámbito oscuro y lleva un tiempo
acostumbrarse a la nueva situación. Pero José sabía demasiado esa cuestión de
acomodarse a las cosas.
A poco de caminar reconoció la Iglesia-que no había cambiado
- , pero nada más.
La mayoría de las fábricas tenían las ventanas tapadas por
afiches que se iban acumulando uno sobre otro y al final formaban una masa
informe de colores más o menos desvaídos.
Era el mediodía sobre la avenida y el recuerdo de otros
mediodías lo invadió.
Las imágenes de los
obreros sentados a la entrada de los almacenes, en algún escalón, con sus ropas
de trabajo color verde militar, o azul oscuro. La distensión del almuerzo
compartido y la complicidad de alguna cargada mientras se preparaban unos
sandwiches con el fiambre envuelto en papel blanquísimo.
Eran las mismas
calles, si, pero sin rastros de los almacenes ni los obreros, ni el ruido de
los telares, ni don Jacobo saludando desde su auto grande y lustroso en el barrio industrial que él había recorrido tantas
veces en su bicicleta con el bolso de las herramientas al hombro.
En esos años de mucho trabajo, vivía de changas y tanto
podía cortar el pasto como pintar una reja o destapar una cañería.
Cuando por recomendación llegó a la casa de don Jacobo para
realizar un arreglo en la terraza, y luego se hizo cargo del mantenimiento del
parque empezó a creer que su situación podía mejorar.
-Mande patrón-era su respuesta ante los requerimientos del
empresario, a quien consideraba un ejemplo para su vida.
¿Acaso don Jacobo no había llegado escapando de Polonia
siendo un muchacho y no había vendido por la calle hasta que pudo ubicarse como
aprendiz en el taller de un paisano y con el tiempo montar su fábrica textil?
Su visión de lo social lo convirtió en un hombre influyente
de la colectividad judía. Había fundado el club y la cooperativa de crédito de
la que era presidente.
José lo valoraba y lo admiraba. Era un hombre de trabajo como
él, y aunque había hecho mucha plata, no lo miraba desde arriba. Siempre estaba
ocupado con nuevos proyectos, y a su lado, todo parecía posible.
-¿De qué se quejan ustedes?- era la pregunta recurrente de don Jacobo cuando sus hijas, que gustaban demasiado de las alhajas de oro,
rezongaban por algo.
José se esforzaba por cuidar esa relación y no lo hacía
porque fuera calculador, sino porque sabía que podía aprender mucho de aquel
hombre, quien como nadie en la vida, lo aconsejaba y le daba oportunidades. Las
ganas de progresar lo hicieron pensar en
pedirle un favor grande.
Las fábricas atraían grandes cantidades de trabajadores que
se movían en el transporte público. Desde los bordes mismos del partido, allí
donde las villas miseria se recuestan en la costa irregular del pequeño río agobiado
de basura y químicos, los colectivos llegaban cada madrugada repletos de
obreros de caras curtidas y miradas esquivas.
La línea necesitaba más coches y con un capital relativamente
accesible los emprendedores como José podían asociarse y convertirse en componentes de la empresa.
-Hablalo al viejo- le insistía su compadre.
-Hablalo al viejo- repetía su mujer.
Y josé estuvo muchos meses con la idea rondando su cabeza. No
era hombre de precipitarse.
Fue don Jacobo, al verlo más pensativo que de costumbre,
quien una tarde, mientras supervisaba su trabajo de pintura en la casa grande,
le preguntó qué le andaba pasando.
Y entonces José intentó despacharse con todo.
Intuyendo la seriedad
del asunto, don Jacobo lo paró en seco:
- El lunes venga a la cooperativa y hablamos.
- El lunes venga a la cooperativa y hablamos.
La noche anterior, José no pudo dormir. Ensayó mil veces los
argumentos: que era una oportunidad; que
su compadre tenía experiencia como chofer;
que ya tenía visto el colectivo que quería comprar: sería el número 54
de la línea 109.
El lunes temprano llegó a la esquina de la cooperativa, iba a
solicitar un crédito sin más garantías
que su honestidad. Tuvo el impulso de
salir corriendo, pero entró.
Don Jacobo lo escuchó, hizo preguntas. Estaba acostumbrado a
evaluar los negocios y sabía hacerlo. Era mucha plata, pero le pareció viable y
sobre todo confiaba en ese hombre que a pesar de las muchas diferencias, le
recordaba a sí mismo cuando también tenía más sueños que certezas.
-Ahora va a hablar con el gerente y arregla los papeles.-
Sentenció desde su escritorio sin lujo alguno.
José lloró. Disimulando las lágrimas volvió para su casa. Los
siguientes días fueron de una excitación desconocida para él.
Cuando después de los trámites de rigor, por fin le
entregaron el cheque, su entusiasmo era tan grande que no midió la magnitud del
riesgo y confió.
Atareado y feliz volvió una tarde a su casa con la intención
de seguir haciendo cuentas. Desde el umbral ya percibió algo raro, como un
silencio cargado de culpa.
Su mujer y el compadre
habían desaparecido con la plata.
Apenas repuesto del
aturdimiento inicial, los buscó durante semanas con la intención de matarlos y no los halló.
Toda su entereza no alcanzó para enfrentar a don Jacobo.
Escapó, y su vida se
redujo a seguir la ruta de las cosechas. El trabajo como peón golondrina lo
endureció aún más. La vergüenza y el alcohol terminaron con lo que quedaba de su
dignidad.
Ahora , después de veinte años en los que no pudo dejar de
sentirse como un ladrón, el remordimiento lo hacía volver al barrio.
Un ruido impiadoso de hierros y ladrillos que se niegan a desaparecer lo devolvió al
presente.
El edificio de la cooperativa
está siendo demolido.
Van a construir un bingo.
Eso le ha dicho el
capataz de la cuadrilla que siguió haciendo su trabajo como si nada.
Excelente! Felicitaciones
ResponderEliminarGracias. Qué bueno que te haya gustado.
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