domingo, 29 de mayo de 2016

LA DRA. IRIS.




-Una vez, mientras caminaba por Madrid,-  hizo una pausa para crear suspenso y examinar al auditorio de adolescentes-  estaba distraída mirando una vidriera y un hombre se me  acercó y me dijo:
-¿Usted nació en abril?
-¿Por qué?-le contesté.
-Porque su cara es una rosa.
-Pero profesora, ¿Por qué nunca se casó?-alguien se atrevió a preguntar.
-Porque el que vino no convino y el que convino no vino.-sentenció de modo terminante
Iris Brunetto era titular de varias cátedras en el Colegio Nacional que funcionaba en un viejo e imponente edificio, justo enfrente de la plaza principal de un municipio de la Prov de Buenos Aires, cercano a la Capital. También había sido profesora de muchas promociones de maestras en la Escuela Normal del mismo distrito.
Famosa por su oratoria vehemente, lograba adhesiones algo temerosas. Los  detractores hablaban en voz muy baja. No obstante era difícil sustraerse al encanto de sus anécdotas:
Los alumnos de la escuela secundaria, seducidos por sus historias pero sobre todo por la forma de contarlas, no estaban muy seguros de sonreir o quedarse serios.
-¡Qué vieja podrida ¡ Me tiene harta. ¿A quién le importa lo que dice?- Griselda Russo, de 4º 1º no se conmovía. Desconfiaba y la miraba con recelo. Cada vez que veía el Renault 4 bordó estacionado en la calle, un nudo en el estómago le recordaba que ese día tenía clase con ella.
Lo cierto es que esta profesora no era como las demás.
 Se presentaba como “la Dra. Brunetto, profesora de Historia y abogada”. Lo decía como al pasar, sin atribuirle importancia, pero bastaba eso y su mirada azul que se perdía en el horizonte cercano de las ventanas del aula para que todos se callaran.
 Su rostro no era bello. La  teatralidad de su forma de hablar había profundizado las líneas de expresión. Por eso mismo no exageraba con el maquillaje.
Su presencia se destacaba. Se notaba que había sido muy delgada. La madurez le había aportado algunos kilos que hacían imponente su figura. Caminaba lentamente  llevando una cartera grande colgada del antebrazo y una bolsa con libros y evaluaciones para corregir en la otra mano.
Se movía con seguridad, con pasos largos y pausados.
Parecía estar al margen de ajetreo general, como una torre solitaria.
Era hija única y había perdido hacía mucho tiempo a sus padres.
Tenía una colección de trajecitos de pollera y saco tejidos al crochet por ella misma. Usaba zapatos bajos clásicos haciendo juego. Jamás se vestía con pantalones.
 Su piel era tan pálida que se le notaban algunas venas, sobre todo en el cuello largo, como de cisne.
 -¡Ese tipejo……!
Calificaba a algún candidato  en la post dictadura, cuando los políticos y la democracia eran una novedad.
Y bastaba eso para que se creyera que el personaje en cuestión era execrable de verdad.
-Cualquier cosa va a ser mejor que un gobierno militar. Hay que acostumbrarse a respetar lo que la gente vota.-retrucaba Griselda con una audacia que admiraba  a sus compañeros.
-Por supuesto, aunque no creo que “cualquier cosa” como Ud. dice. Además, antes de opinar hay que informarse -respondía la Dra.
-Si, como nos informan en la escuela...
Los intercambios con Griselda eran tensos. La aparente calma de la profesora apenas contenía la ira que esta mocosa le producía.
Testigo de una época que se terminaba, el discurso de Iris era conservador.
Estaba culminando su carrera en la docencia justamente en momentos de transición hacia una libertad que sus estudiantes empezaban a descubrir. La educación no alentaba las preguntas ni la participación. Su personalidad encajaba perfectamente con esas premisas. Por eso, la media sonrisa que esbozaba siempre, podía ser de aprobación pero también era un arma cargada de ironía.
Griselda no le temía. Eso la hacía muy popular entre los amigos a quienes invitaba a su casa a escuchar discos de los Rolling Stones. Era de baja estatura, la sonrisa siempre dispuesta y los ojitos marrones que parecían comprenderlo todo. Sin embargo, lo que la caracterizaba físicamente era su pelo incontrolable. Algo así como un manojo de resortes que crecían ignorando la ley de gravedad y que se escapaban insolentes de cualquier dispositivo  que pretendiera atraparlos.
-Yo tengo un tío que desapareció.-le confió una vez a la compañera de banco.
-¿Cómo que desapareció?
- Lo fueron a buscar una noche a la casa. Cortaron la calle y entraron rompiendo la puerta. Le pegaron, revolvieron todo y se lo llevaron. Hace varios años de esto y nunca apareció. Era del sindicato de los metalúrgicos.
-¿Y no lo denunciaron en la policía?
-No, nena. No entendés nada. Fueron ellos. No tenían uniformes, pero se sabe que eran militares y también polícías.
-Ah!
Los nuevos tiempos permitían comportamientos que los jóvenes alumnos ni siquiera habían imaginado.  
Todo en lo que habían creído se venía abajo de repente, como si un sismo moviera todas las estructuras. No todos estaban preparados.
Griselda Russo, sí.
Fue una de las primeras en querer  formar el Centro de Estudiantes. Su familia, no obstante, se opuso. Tan fresco estaba el espanto de desconocer el destino de uno de los suyos. Pero los nuevos vientos que soplaban eran imparables.
Griselda empezó a organizar las reuniones. Hablaba con todos, iba de curso en curso.
 Convencía, cuestionaba, inspiraba.
 Los directivos sabían que no podían evitarlo. Tímidamente, algunos docentes, sobre todo los que habían tenido militancia y habían sufrido el miedo y la censura, alentaban estas actividades.
Pero ella era una chica de dieciséis años y además de la política y tal vez con más fuerza aún,  la atraían los varones.  Y el Colegio Nacional, pensado como estaba para ser el puente hacia la Universidad, rebosaba de chicos. Había uno en especial, de 5º año, a quien Griselda no le perdía pisada. Podía ubicarlo precisamente en cualquier momento ¡Y eso que el Colegio era enorme!
Por suerte para ella, a él también le gustaba la política. Esta circunstancia los hizo inseparables.
Un día de setiembre, los dos pidieron una reunión con la jefa de preceptores.  A pesar de  los cambios, las autoridades ponían reparos para que los chicos salieran en horas de clase para reunirse.
 Los citaron en la preceptoría.  En ese momento, la jefa fue requerida de urgencia. Una chica de primer año se había desmayado y varios docentes la estaban asistiendo mientras esperaban la ambulancia.
 Los dejaron solos, esperando.
Sentados uno al lado del otro, tomaron conciencia de que siempre habían estado ocupados por los problemas del Colegio, y en ese momento no sabían de qué hablar. El breve espacio que los separaba se volvió  una barrera que le impedía a Griselda mirar y solamente dejaba pasar el aroma de la loción para después de afeitar. Fue como si su cuerpo despertara entero al llamado del perfume y ya no quiso controlar la emoción que le nacía en  el pecho y le invadía el alma de chiquilina enamorada.
El muchacho, mirándola con fijeza, le rozó la cara con el dorso de la mano con la excusa de acomodar un bucle irredento. Y como no encontró resistencia, rodeó con la palma su mejilla y parte del cuello. La atrajo con cautela y empezó a apoyar sus labios en los de ella. 
 Al lado de la oficina había un pequeño cuarto donde se guardaban los materiales didácticos. Griselda se dejó guiar hasta ahí.
La Dra. Brunetto, mientras tanto, iba caminando por una de las galerías cuando vio el revuelo de la alumna descompuesta rodeada por casi todos los preceptores que intentaban auxiliarla. Decidió que la situación ya estaba lo  bastante desbordada como para sumarse al grupo que, lejos de ayudar, sofocaba cada vez más a la pobre chica.
Pasó por la oficina de la jefa y recordó que necesitaba un mapa para su clase. Como no había a quién pedírselo, decidió entrar y tomarlo ella misma de lo que ampulosamente llamaban “mapoteca”.
Entró a la preceptoría. No había nadie. Escuchó un ruido tenue, como un roce y lo asoció a las dos sillas que acababa de ver y que estaban raramente enfrentadas. Pensó que exageraba su sentido de la intuición. De todas formas, sospechando, se asomó al cuartito contigüo.
Sentados en el suelo, entre láminas, escuadras tamaño pizarrón y un esqueleto de plástico que, colgando de un armazón hasta parecía divertido, los candidatos a delegados,  se besaban con avidez. En el momento en que el chico comenzaba a desprender los botones del guardapolvo de Griselda,  se escuchó:
-Pero, qué es esto! ¿Qué están haciendo? –Iris pensó enseguida que la respuesta a su pregunta era obvia.
Parada frente a ellos, parpadeó. La indignación empezó a subirle por el cuerpo y le estalló en el rostro como una oleada de sangre que tiñó sus mejillas.
Los chicos se quedaron inmóviles sin posibilidad de reaccionar ni disimular.
 La profesora hizo una pausa, como para seguir gritando.
Al ver que se trataba de Griselda- no conocía al chico-, se enojó aún más. Pensó en tranquilizarse y respiró profundo. Al fin y al cabo, esa chica le había demostrado tener más iniciativa que muchas mujeres de su generación.
 Entonces, ocurrió lo impensado: la invadió una sensación de ternura inusual en ella.
 Tal vez fuera por  la patética expresión de susto de los dos o tal vez  por el recuerdo de una  historia que había comenzado una tarde lejana en las calles de Madrid, lo cierto es que se compuso y con una expresión ensayada, como el de una reina que les habla a sus súbditos, les espetó una de sus famosas frases:
-¡Cubramos esto con un manto de piedad! 
Y haciendo un esfuerzo por parecer más severa dijo:
. Váyanse de acá y que no los vuelva a ver.
 Salieron corriendo.
 Griselda lloraba de bronca. Si bien estaba avergonzada pesaba más la humillación de que fuera justamente esa profesora quien la descubriera. No entendía su actitud.
Hubiera preferido una sanción. Estaba más preparada para la confrontación que para ese gesto inesperado.
Las cosas entre ellas siguieron más o menos igual, solamente que la alumna ya no pudo mirarla a los ojos.
Poco tiempo después, la Dra Iris se jubiló y enseguida cayó enferma de gravedad.
No se supo más nada de ella, salvo que se reunió con unos parientes lejanos para resolver las cuestiones relativas a su inminente entierro.





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