LA DRA. IRIS.
-Una vez,
mientras caminaba por Madrid,- hizo una
pausa para crear suspenso y examinar al auditorio de adolescentes- estaba distraída mirando una vidriera y un
hombre se me acercó y me dijo:
-¿Usted nació en abril?
-¿Usted nació en abril?
-¿Por
qué?-le contesté.
-Porque su
cara es una rosa.
-Pero
profesora, ¿Por qué nunca se casó?-alguien se atrevió a preguntar.
-Porque el
que vino no convino y el que convino no vino.-sentenció de modo terminante
Iris
Brunetto era titular de varias cátedras en el Colegio Nacional que funcionaba
en un viejo e imponente edificio, justo enfrente de la plaza principal de un municipio
de la Prov de Buenos Aires, cercano a la Capital. También había sido profesora
de muchas promociones de maestras en la Escuela Normal del mismo distrito.
Famosa por
su oratoria vehemente, lograba adhesiones algo temerosas. Los detractores hablaban en voz muy baja. No
obstante era difícil sustraerse al encanto de sus anécdotas:
Los alumnos
de la escuela secundaria, seducidos por sus historias pero sobre todo por la
forma de contarlas, no estaban muy seguros de sonreir o quedarse serios.
-¡Qué vieja
podrida ¡ Me tiene harta. ¿A quién le importa lo que dice?- Griselda Russo, de
4º 1º no se conmovía. Desconfiaba y la miraba con recelo. Cada vez que veía el
Renault 4 bordó estacionado en la calle, un nudo en el estómago le recordaba
que ese día tenía clase con ella.
Lo cierto es
que esta profesora no era como las demás.
Se presentaba como “la Dra. Brunetto, profesora
de Historia y abogada”. Lo decía como al pasar, sin atribuirle importancia,
pero bastaba eso y su mirada azul que se perdía en el horizonte cercano de las
ventanas del aula para que todos se callaran.
Su rostro no era bello. La teatralidad de su forma de hablar había
profundizado las líneas de expresión. Por eso mismo no exageraba con el
maquillaje.
Su presencia
se destacaba. Se notaba que había sido muy delgada. La madurez le había
aportado algunos kilos que hacían imponente su figura. Caminaba lentamente llevando una cartera grande colgada del
antebrazo y una bolsa con libros y evaluaciones para corregir en la otra mano.
Se movía con
seguridad, con pasos largos y pausados.
Parecía
estar al margen de ajetreo general, como una torre solitaria.
Era hija
única y había perdido hacía mucho tiempo a sus padres.
Tenía una
colección de trajecitos de pollera y saco tejidos al crochet por ella misma.
Usaba zapatos bajos clásicos haciendo juego. Jamás se vestía con pantalones.
Su piel era tan pálida que se le notaban
algunas venas, sobre todo en el cuello largo, como de cisne.
-¡Ese tipejo……!
Calificaba a
algún candidato en la post dictadura,
cuando los políticos y la democracia eran una novedad.
Y bastaba eso
para que se creyera que el personaje en cuestión era execrable de verdad.
-Cualquier
cosa va a ser mejor que un gobierno militar. Hay que acostumbrarse a respetar
lo que la gente vota.-retrucaba Griselda con una audacia que admiraba a sus compañeros.
-Por
supuesto, aunque no creo que “cualquier cosa” como Ud. dice. Además, antes de
opinar hay que informarse -respondía la Dra.
-Si, como
nos informan en la escuela...
Los
intercambios con Griselda eran tensos. La aparente calma de la profesora apenas
contenía la ira que esta mocosa le producía.
Testigo de
una época que se terminaba, el discurso de Iris era conservador.
Estaba
culminando su carrera en la docencia justamente en momentos de transición hacia
una libertad que sus estudiantes empezaban a descubrir. La educación no
alentaba las preguntas ni la participación. Su personalidad encajaba
perfectamente con esas premisas. Por eso, la media sonrisa que esbozaba
siempre, podía ser de aprobación pero también era un arma cargada de ironía.
Griselda no
le temía. Eso la hacía muy popular entre los amigos a quienes invitaba a su
casa a escuchar discos de los Rolling Stones. Era de baja estatura, la sonrisa
siempre dispuesta y los ojitos marrones que parecían comprenderlo todo. Sin
embargo, lo que la caracterizaba físicamente era su pelo incontrolable. Algo
así como un manojo de resortes que crecían ignorando la ley de gravedad y que
se escapaban insolentes de cualquier dispositivo que pretendiera atraparlos.
-Yo tengo un
tío que desapareció.-le confió una vez a la compañera de banco.
-¿Cómo que
desapareció?
- Lo fueron
a buscar una noche a la casa. Cortaron la calle y entraron rompiendo la puerta.
Le pegaron, revolvieron todo y se lo llevaron. Hace varios años de esto y nunca
apareció. Era del sindicato de los metalúrgicos.
-¿Y no lo
denunciaron en la policía?
-No, nena. No
entendés nada. Fueron ellos. No tenían uniformes, pero se sabe que eran
militares y también polícías.
-Ah!
Los nuevos
tiempos permitían comportamientos que los jóvenes alumnos ni siquiera habían
imaginado.
Todo en lo
que habían creído se venía abajo de repente, como si un sismo moviera todas las
estructuras. No todos estaban preparados.
Griselda
Russo, sí.
Fue una de
las primeras en querer formar el Centro
de Estudiantes. Su familia, no obstante, se opuso. Tan fresco estaba el espanto
de desconocer el destino de uno de los suyos. Pero los nuevos vientos que
soplaban eran imparables.
Griselda
empezó a organizar las reuniones. Hablaba con todos, iba de curso en curso.
Convencía, cuestionaba, inspiraba.
Los directivos sabían que no podían evitarlo.
Tímidamente, algunos docentes, sobre todo los que habían tenido militancia y
habían sufrido el miedo y la censura, alentaban estas actividades.
Pero ella
era una chica de dieciséis años y además de la política y tal vez con más
fuerza aún, la atraían los varones. Y el Colegio Nacional, pensado como estaba
para ser el puente hacia la Universidad, rebosaba de chicos. Había uno en
especial, de 5º año, a quien Griselda no le perdía pisada. Podía ubicarlo
precisamente en cualquier momento ¡Y eso que el Colegio era enorme!
Por suerte
para ella, a él también le gustaba la política. Esta circunstancia los hizo
inseparables.
Un día de
setiembre, los dos pidieron una reunión con la jefa de preceptores. A pesar de los cambios, las autoridades ponían reparos
para que los chicos salieran en horas de clase para reunirse.
Los citaron en la preceptoría. En ese momento, la jefa fue requerida de
urgencia. Una chica de primer año se había desmayado y varios docentes la
estaban asistiendo mientras esperaban la ambulancia.
Los dejaron solos, esperando.
Sentados uno
al lado del otro, tomaron conciencia de que siempre habían estado ocupados por
los problemas del Colegio, y en ese momento no sabían de qué hablar. El breve
espacio que los separaba se volvió una
barrera que le impedía a Griselda mirar y solamente dejaba pasar el aroma de la
loción para después de afeitar. Fue como si su cuerpo despertara entero al
llamado del perfume y ya no quiso controlar la emoción que le nacía en el pecho y le invadía el alma de chiquilina
enamorada.
El muchacho,
mirándola con fijeza, le rozó la cara con el dorso de la mano con la excusa de
acomodar un bucle irredento. Y como no encontró resistencia, rodeó con la palma
su mejilla y parte del cuello. La atrajo con cautela y empezó a apoyar sus
labios en los de ella.
Al lado de la oficina había un pequeño cuarto
donde se guardaban los materiales didácticos. Griselda se dejó guiar hasta ahí.
La Dra. Brunetto,
mientras tanto, iba caminando por una de las galerías cuando vio el revuelo de
la alumna descompuesta rodeada por casi todos los preceptores que intentaban
auxiliarla. Decidió que la situación ya estaba lo bastante desbordada como para sumarse al grupo
que, lejos de ayudar, sofocaba cada vez más a la pobre chica.
Pasó por la
oficina de la jefa y recordó que necesitaba un mapa para su clase. Como no
había a quién pedírselo, decidió entrar y tomarlo ella misma de lo que
ampulosamente llamaban “mapoteca”.
Entró a la
preceptoría. No había nadie. Escuchó un ruido tenue, como un roce y lo asoció a
las dos sillas que acababa de ver y que estaban raramente enfrentadas. Pensó
que exageraba su sentido de la intuición. De todas formas, sospechando, se
asomó al cuartito contigüo.
Sentados en
el suelo, entre láminas, escuadras tamaño pizarrón y un esqueleto de plástico
que, colgando de un armazón hasta parecía divertido, los candidatos a delegados,
se besaban con avidez. En el momento en
que el chico comenzaba a desprender los botones del guardapolvo de
Griselda, se escuchó:
-Pero, qué es esto! ¿Qué están haciendo? –Iris pensó enseguida que la respuesta a su pregunta era obvia.
-Pero, qué es esto! ¿Qué están haciendo? –Iris pensó enseguida que la respuesta a su pregunta era obvia.
Parada
frente a ellos, parpadeó. La indignación empezó a subirle por el cuerpo y le
estalló en el rostro como una oleada de sangre que tiñó sus mejillas.
Los chicos
se quedaron inmóviles sin posibilidad de reaccionar ni disimular.
La profesora hizo una pausa, como para seguir
gritando.
Al ver que
se trataba de Griselda- no conocía al chico-, se enojó aún más. Pensó en
tranquilizarse y respiró profundo. Al fin y al cabo, esa chica le había
demostrado tener más iniciativa que muchas mujeres de su generación.
Entonces, ocurrió lo impensado: la invadió una
sensación de ternura inusual en ella.
Tal vez fuera por la patética expresión de susto de los dos o
tal vez por el recuerdo de una historia que había comenzado una tarde lejana
en las calles de Madrid, lo cierto es que se compuso y con una expresión
ensayada, como el de una reina que les habla a sus súbditos, les espetó una de
sus famosas frases:
-¡Cubramos
esto con un manto de piedad!
Y haciendo
un esfuerzo por parecer más severa dijo:
. Váyanse de
acá y que no los vuelva a ver.
Salieron corriendo.
Griselda lloraba de bronca. Si bien estaba
avergonzada pesaba más la humillación de que fuera justamente esa profesora quien
la descubriera. No entendía su actitud.
Hubiera
preferido una sanción. Estaba más preparada para la confrontación que para ese
gesto inesperado.
Las cosas
entre ellas siguieron más o menos igual, solamente que la alumna ya no pudo
mirarla a los ojos.
Poco tiempo
después, la Dra Iris se jubiló y enseguida cayó enferma de gravedad.
No se supo
más nada de ella, salvo que se reunió con unos parientes lejanos para resolver
las cuestiones relativas a su inminente entierro.
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