La plata no cae de los árboles.
Ezequiel Arriaga había leído mucho pero no sabía nada de
literatura.
Sus autores preferidos
no eran poetas ni novelistas. Mucho menos filósofos o científicos, sino
escritores con trayectorias incomprobables que contaban su patrimonio por
millones y cuyos libros ocupaban los lugares más expuestos en las librerías de
moda de los mejores shoppings. Sus lecturas trataban sobre el pragmatismo
necesario para alcanzar la única finalidad de su vida: hacerse rico.
No vivía lujosamente, eso podía esperar. Tampoco tenía pareja,
solamente compañías ocasionales, porque eso también podía esperar.
Tenía amigos. Cultivaba amistades calculando los posibles
beneficios. Sinceramente creía que todas las amistades se entablaban por
interés. No compraba el discurso de las almas gemelas ni eso de ponerse en el
lugar del otro. Lo juzgaba de una enorme hipocresía generalizada. Simples
remilgos que encubren los verdaderos objetivos de todo el mundo: hacerse rico.
Comenzó a trabajar como gestor, aprovechando al máximo la
libertad de movimientos que esta actividad le permitía.
Recorría el sur del conurbano en un auto importado. Era un
modelo viejo. Lo suficientemente antiguo como para no tentar a los ladrones y
lo bastante lujoso como para no olvidarse de su meta: hacerse rico.
De apariencia seductora, era muy joven aún, razón por la cual se vestía con un estudiado
estilo clásico. Lo juzgaba necesario para generar mayor confianza.
Estaba siempre atento
a las oportunidades que ofrece la calle para el ojo entrenado: los contratos de las empresas de servicios
públicos, los riesgos, las necesidades de préstamos; los intersticios legales, fuentes de ventajas que siempre aparecen como consecuencia de los contactos apropiados. En fin, todo
aquello que lo acercara al fin declarado de su vida: hacerse rico.
Cuando hizo pie en el terreno del tráfico de influencias,
cenagoso para la mayoría, arremetió con el discurso político, muy conciente de que
la consumación de su anhelo era más bien
compatible con la anti-política, es decir: hacerse rico.
En los círculos en los que se movía, se daba por sentado que
la Historia del mundo había finalizado. Lo decía uno de sus libros de cabecera.
Esa trama forjada con sueños,
desengaños, consensos y exterminios se
había terminado; que ya no había lugar
para mayores discusiones y que las utopías habían mutado hacia un horizonte más
individual y promisorio: hacerse rico.
En este escenario de puro presente alguien como él , tan
adaptado a la realidad de los nuevos tiempos, encajaba perfectamente en ese
lugar en el que se toman las decisiones y al que iba acercándose con cautela
pero con la convicción del experto arquero que sabe que dará con su flecha en el
blanco. Un blanco decidido desde siempre: hacerse rico.
La facilidad de palabra de Ezequiel - ¡Después de todo había
leído mucho!-, sus relaciones, cierta ductilidad para participar de los grupos
adecuados, lo fueron posicionando como un candidato con posibilidades. Era un desconocido, es cierto. Pero como tenía
el don de resolver las situaciones complejas a su favor se presentaba como alguien incontaminado por la vieja política. Esa
política desprestigiada que estaba tan consagrada, igual que la nueva, a una
pertinaz obsesión: hacerse rico.
No sin algún traspié, inevitable cuando se incursiona en
territorio de barones suburbanos, y con deudas originadas por lo mismo, logró
que su nombre apareciera en la lista de concejales del partido político, que
según las encuestas estaba más cercano a las preferencias de la “gente”.
El hecho de que fuera suplente no lo desanimó, al contrario.
Después de todo, ¿Cuántas veces había fracasado Thomas Alva Edison hasta dar
con la famosa lamparita? También él esperaría su turno aunque su intención no
era alumbrar al mundo sino hacerse rico.
Su lista ganó las elecciones.
Fuese por la intensidad de su deseo o porque la candidata que
lo antecedía en la lista era la amante del gobernador electo, lo cierto es que
la señora renunció a su puesto para
ocupar un cargo en el gabinete provincial. Ezequiel se convirtió en el concejal Arriaga.
Había llegado al Concejo Deliberante en su primer intento.
Debió admitir que tal
vez era demasiado para él.
El municipio en cuestión
estaba ubicado muy cerca de los grandes centros fabriles del primer cordón del
conurbano y se extendía casi hasta el comienzo de los campos eternamente verdes.
La influencia política
de su partido llegaba entonces hasta el límite con ese paisaje que parece tan natural para los desprevenidos. y que sin
embargo era considerado artificial y
peligroso por los molestos militantes
que atentaban contra los intereses de
quienes aspiraban a ser ricos.
Los potenciales negocios fluían en forma de expedientes:
contratos de obras públicas, permisos para la radicación de fábricas y centros
comerciales, pedidos de excepción para
construir torres en lugares otrora residenciales, tercerización de servicios
básicos.
Los proyectos de
ordenanzas iban y venían en una danza
agotadora de esgrima verbal, cintura política y oportunismo. El intendente no
necesitaba concejales sino más bien arietes para aplastar toda posible
oposición. Con la convicción y la fidelidad de un converso, él ocupó todo el
espacio que pudo en el camino que, aunque sinuoso, tenía una única dirección:
hacerse rico.
En su afán por proteger todos los flancos, pronto entendió la
conveniencia de acercarse a los
sindicatos. Porque a pesar de las apariencias, era fundamental tenerlos como
aliados.
Y si bien la Historia se había terminado, a él siempre le
había parecido provechoso conocerla. Tal
vez ese conocimiento le sería útil. Y así
fue como aprendió que los lazos familiares funcionaron durante siglos
como reguladores en el juego del poder. Por lo tanto creyó que una búsqueda en
ese sentido no sería del todo insensata dado su interés, -precedido por
blasones de toda laya-, de hacerse rico.
“Quien busca encuentra” sentencia el dicho popular, lo que
traducido al dialecto new age, quiere decir que todo en el universo vibra y las
personas que emiten una misma vibración, se atraen.
Lo cierto es que la
hija del Secretario General del Sindicato de Empleados Municipales se casó con
él. Fue una alianza acertada y no exenta de cariño, efectivamente. Después de
todo tenían en común la motivación de sus vidas, es decir, hacerse ricos.
Habían pasado unos pocos años desde su desembarco como arribista al conurbano. Era el momento
de establecerse.
Proyectó la construcción de
su casa; lo suficientemente
cómoda como para satisfacer sus anhelos pero sin el lujo obsceno que ostentaban
las casas de otros dirigentes, tal vez menos inteligentes.
Los verdaderos activos
de Ezequiel no estaban a la vista.
El tiempo que invirtió en su carrera entre comercial y
política fue agotador.
Por supuesto que había
valido la pena, pero ahora se imponía cierto alineamiento con lo que era común
a todo el mundo. Es decir, adoptar los convencionalismos que hacen que todo
parezca normal.
Era diciembre, el mes
de las fiestas.
Ahora sí, había llegado el momento de contactar a su padre a quien no veía desde hacía mucho e invitarlo a
su hogar. Se sorprendió cuando le avisaron que estaba internado. Nada grave,
una descompensación como consecuencia del calor. En nochebuena ya estaría
repuesto seguramente.
Entonces, como faltaba poco para el 24, se dedicó a preparar la celebración.
En un momento de
debilidad cedió a la tentación de los adornos costosos que engalanaron su casa.
Hizo colocar arreglos navideños, con
hojas verdes y esferas rojas y doradas,
en todo el parque. En la superficie de
la piscina de fondo turquesa ubicaron velas flotantes. En el pino más grande,
luces azules se desvanecían como lágrimas desde las ramas más altas.
Después de todo era la
primera vez que su padre salía de la capital para verlo, tan reticente como
siempre fue para acercarse al gran Buenos Aires, lugar considerado por el viejo
como la suma de todos los males.
Ya fuera por las obligaciones, el entusiasmo por los
preparativos o la falta de costumbre de cuidar a otro, la cuestión es que
Ezequiel ni siquiera se planteó la posibilidad de ir al hospital. Después de
todo, no era más que un malestar propio de un hombre de edad. Tal vez por eso,
el llamado telefónico fue un golpe descomunal e inesperado en la tarde previa
al encuentro.
Su padre había muerto.
Se quedó sentado en la amplia galería con pisos de mármol color miel, con el celular en la mano, incapaz
de moverse, respirando con dificultad. Un sudor frío brotó de su frente.
Entonces, sintió un
malestar desconocido; una puntada en el pecho.
Miró alrededor como
para encontrar evidencias que lo trajeran de nuevo a su realidad, para
aferrarse a lo suyo.
Pero solo sintió
vergüenza por ese entorno que súbitamente había perdido sentido y que ahora
parecía tan desubicado como un escenario con cortinas de terciopelo rojo
plantado en el medio de una feria de barrio.
Lo aletargaba el
zumbido del comprensor que alimentaba la figura inflable de un reno de dos
metros con ojos estúpidos que, no
obstante, parecían interpelarlo.
El jardinero que trabajaba en el parque, extrañado, apagó la
bordeadora para escuchar lo que creyó un lamento prolongado de su patrón. Sólo
atinó a gritar:
-Señora, venga rápido!
-Señora, venga rápido!
Alarmada por los gritos de su empleado, la hija del
sindicalista se acercó y azorada escuchó
los gemidos de su marido, quien ajeno a
todo, se perdía en una sucesión de
sensaciones que iban desde la rabia hasta el viejo desamparo que había sentido
en numerosas noches de niñez temerosa, en las que era necesario inventarse una
realidad menos sórdida y violenta.
Con desconcierto, la mujer vio como aumentaban los sollozos
descontrolados propios de un chico que hubiera necesitado de una mano firme y
cariñosa que nunca llegó.
Un chico con carencias de escucha atenta y complicidades
filiales, de esas que llenan el alma, fortalecen la autoestima y templan
amorosamente el corazón.
-Por Dios Ezequiel,¿ qué pasa?¿ qué te pasa?
Los espasmos dieron lugar
al vómito, y la mujer, a esta altura desencajada, intentaba descifrar los
balbuceos de su marido, a quien apenas
reconocía y que hecho un bollo en el piso frío repetía una frase como si fuera una letanía.
-¿Qué decís? No te entiendo!-se desesperaba ella.
Y él seguía repitiendo
la única manifestación de algo acaso parecido al afecto que había recibido de
su padre. Unas pocas palabras avaras que recordaba en momentos de soledad en los
que hubiera necesitado un beso o un reto.
La frase grabada a fuego en su inconciente y que ahora
afloraba con la violencia y la devastación
del resentimiento.
Ezequiel, ajeno a todo lo que no fuera su propio dolor,
gritó mientras se golpeaba la cara con ambas manos:
-Vos pibe, laburá;
porque la plata no cae de los árboles.
Y ahí se reveló que aprendió la lección de su padre. Y la puso en práctica.
ResponderEliminar