El demonio de Humahuaca
Invoqué la protección de mis
ancestros, los guardianes del ser nacional, y asumí la misión.
Anselmo Ruíz y Calleja,
balbuceaba mientras subía penosamente las escaleras que conducían al pie del
monumento. Los mocasines marrones, con las suelas castigadas por el uso,
resbalaban en las piedras. Llevaba su blazer azul de bibliotecario, pasado de
moda, pringoso, con la misma dignidad anacrónica con que el Quijote lucía su
arnés por los hirsutos caminos de La Mancha.
Les rogué a los ángeles
arcabuceros de la quebrada que no me permitieran flaquear a la hora del
escarmiento.
Anselmo resoplaba. Tenía la
mirada fija en la punta del cerro, incapaz de apreciar los colores de la
montaña omnipresente. Para él, hombre de llanura, los ocres y los verdes que le
daban marco a las figuras de bronce, solo le producían un rechazo que le nacía
en las tripas. Un silbido agudo acompañaba su respiración acelerada. Sudaba.
Sacó de su bolsillo un pañuelo arrugado y se lo pasó por la frente lívida. Era
una mañana de marzo, el sol calcinaba las piedras y las cabezas de los
visitantes que no usaban sombrero. Los turistas se apiñaban en la plaza para
ver la salida puntual del santito. A las doce, se abrieron las puertas de la
hornacina y la rígida figura de San Francisco Solano bendijo a la multitud.
Algunos lloraban. Una vieja copetuda se desmayó o fingió hacerlo. “Agua, agua
por favor” se alborotaban sus amigas igual de tilingas. Los aplausos y los
vítores se superponían a sus lloriqueos. La mujer terminó levantándose sola;
alegó que la energía del santo la había tumbado. Anselmo seguía la escena y su
indignación crecía como la mancha de sudor en la camisa de poliéster. La gente
seguía la fiesta y nadie reparaba en la actitud extraviada del viejo.
Hipócritas, veneraban a un
santo cristiano y entronizaban a un hereje. Les faltaron el respeto a nuestros
héroes; al creador de la Bandera, nada menos. Justo a él, fiel devoto de
Nuestra Señora. Debería haber volado este lugar maldito cuando era joven. No
pude. Pero todavía contaba con mi viejo revólver. Antes de actuar necesitaba
comprobar la maldad de este pueblo que se negó a seguir su destino de grandeza.
¡Qué distinto hubiera sido todo sin demagogos! Llamaron a este engendro
“Monumento a los héroes de la Independencia”, y pusieron indios y gauchos mal
entretenidos. Y mujeres. ¡Indias ladinas! Tenían razón los amigos que me
eligieron para que hiciera justicia. No había vuelta atrás.
El cielo purísimo de la quebrada
de Humahuaca enmarcaba la estatua altiva del jefe omaguaca liderando a su
gente. Y un pueblo que lo dejaba todo. La orden de Belgrano había sido
implacable: para el enemigo, tierra arrasada. Las figuras de los seguidores de
Güemes reventaban caballos y enloquecían a los realistas emboscados en la
guerra gaucha. Los jinetes aún hacían retumbar el suelo; los sonidos graves herían
el vientre de Anselmo, quién atribulado por la muchedumbre y el calor del
mediodía, buscaba el mejor lugar para ejecutar el atentado. La multitud lo
llevaba en vilo como una marea vibrante que recreaba el éxodo del pueblo
jujeño. De pronto fijó su atención en un niñito. Tendría cuatro años y la
carita cortajeada por el frío. Bajaba de la montaña con su poncho de colores.
Le habían enseñado a sonreír y a pedir plata. La gente le sacaba fotos como si
fuera un cardón o un animalito más de la quebrada. Anselmo calculó el impacto que tendría matarlo
primero. La idea le gustó.
Los indios se reproducían como
conejos ¡Yo tenía que vengar esta afrenta! No me quedaba tiempo. La desgracia
me acorraló y tomé una decisión. Que mi Señor me perdone.
El hombre tanteó el arma que
llevaba en el bolsillo amplio de su saco. Buscó con la vista posibles blancos.
No sería difícil dejar un buen tendal de muertos. Midió la distancia que lo
separaba del niño que sonreía y le apuntó. Lo detuvo una voz que gritaba su
nombre:
─ ¡Anselmo, no lo hagas!
Él hubiera preferido que fuera
el santo o un arcángel. Toda su vida había deseado conectarse con algún
mensajero divino. Pero no. Era la voz
chillona de su mujer que lo había seguido temiendo sus oscuros designios. La
vio entre el gentío; vulgar, abyecta.
Anselmo Ruíz y Calleja levantó
la mirada al cielo, apoyó el caño del revólver en su paladar y disparó. Se fue
deslizando por el paredón del monumento hasta quedar sentado. Parecía un
borracho más.
Tu relato me tuvo intrigado, hasta que se fue revelando de que se trataba. Interesante el alternar el narrador.
ResponderEliminarPor suerte, su mujer lo detuvo.
Un abrazo.
Qué bueno que te entretuvo. Es la idea siempre. Gracias!!!!!!
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