GUANTES BLANCOS.
Hoy resulta
un acto inútil tratar de identificar el frente. Y no es que no haya puesto empeño.
Una serie de
talleres mecánicos, negocios, fachadas reconvertidas, hacen imposible ubicar la
entrada que aquella mañana fría de 1971 se aprontaba a recibir a las familias
de la comunidad.
Tampoco entonces era evidente la función del
edificio. Solamente el Escudo Nacional sobre la puerta de dos hojas anunciaba
la presencia de la escuela.
Mi maestra
de tercer grado, la señorita Elena, me había designado escolta de la bandera
para el acto del 20 de junio.
Durante las dos semanas previas se habían acentuado
mis expectativas. Todos los días, después del recreo, la Directora había
dispuesto que ensayáramos las canciones patrias, en especial el Himno a la
Bandera.
Todos juntos
en el patio entrañable de la escuelita de barrio, en filas perfectas, después
de tomar distancia, arremetíamos con las estrofas: “Aquí está la bandera
idolatrada ……”
No teníamos
profesora de música, así que supongo que el aprendizaje se basaba en la
repetición.
A los más chiquitos nos entusiasmaban los
ensayos. Bajo el techo de la galería,
las maestras seguían atentas el desempeño de cada grado.
El liderazgo lo ejercía sin ninguna duda ni
esfuerzo, la Sra. Directora.
Como nacida para eso, de edad madura, lucía la
cabellera casi blanca, el guardapolvo inmaculado y la postura perfectamente
firme aunque no rígida. Todos los días llegaba desde la Capital viajando en el
ferrocarril Urquiza. Bajaba en la estación Lourdes y cruzaba la calle que
separaba el andén de la escuela. Siempre vestía con una elegancia que la distinguía del resto de las docentes.
¿La
condición de esposa de un coronel tendría algo que ver con su imagen? Tal vez
un poco, pero no más. El gesto de la Directora era siempre sereno, jamás
gritaba. Y si bien su expresión no era dulce, transmitía seguridad y calma. Se
preocupaba de verdad por nosotros. Como cuando nos instaba a llevar el
portafolios alternadamente, para no sobrecargar un brazo en particular.
Mi maestra, la señorita Elena, era recién recibida. El primer día de clase me
desconcertó. Yo creía que las maestras debían tener, por lo menos, la edad de mi mamá.
Sonreía con frecuencia y enseñaba con
espontaneidad, como si ella también estuviera descubriendo la vida.
Llevaba
suelto el cabello castaño que le llegaba a los hombros. Sus ojos eran de un
color marrón claro y tenía pecas en la nariz.
Desde primer
grado, dos o tres nenas nos empezamos a destacar por nuestra “aplicación”, como
se decía entonces. En general, nos elegían como mejor alumna o mejor compañera
y nos regalaban libros de cuentos al finalizar el ciclo lectivo. Pero ese 20 de
junio, me habían elegido a mí para ser escolta.
Un día
cercano a la fecha la señorita Elena me llevó a la Dirección donde estaban
todos los “mejores alumnos”. La Directora nos explicó que la Bandera de
Ceremonias sería portada por los de séptimo y que los más chicos, llevaríamos la bandera
del mástil, tomándola por los bordes. A mi me parecía que era como extender la
ropa al sol.
-Escoltar a
nuestra bandera es un honor muy grande, sobre todo en su día- nos había dicho
la Directora con toda la calidez de la que era capaz.
Por tal
razón, para ese acto debíamos llevar guantes blancos.
Mi mamá puso
manos a la obra y preparó con esmero todo lo que nos identificaba
orgullosamente como alumnos de la Escuela Pública: el guardapolvo blanquísimo y
tieso con tablas perfectamente planchadas, la cinta azul oscuro formando un
moño sobre mi pecho, las medias blancas hasta las rodillas y los
zapatos tipo guillermina bien lustrados.
Faltaban los guantes que mi mamá consiguió en
la mercería del japonés, donde compraba los hilos y los cierres necesarios para
su oficio de pantalonera.
Los guantes
blancos eran definitivamente bellos. Tenían el brillo del raso y se adherían
con precisión a las manos. Eran tan suaves que yo me pasé un rato largo
acariciando con ellos mis mejillas.
-Basta, que
los vas a ensuciar- ordenó mi madre.
Entonces,
como si tuvieran la fragilidad de una trama
hecha con polvo de perlas, los dejé sobre la sillita baja que usaba para jugar.
Como yo iba
al turno tarde, no necesitaba levantarme temprano. Y si bien no estaba
acostumbrada a madrugar, ese día no tuve ninguna dificultad para
hacerlo.
Ya estaba
lista. Al margen de la excitación que me producía ir a la escuela en un horario
diferente y de ser escolta, tal vez lo que más me gustaba era pensar en el
alfajor que la Cooperadora nos regalaba a la salida de todos los actos.
-Andá a
buscar los guantes y salimos- me dijo mamá.
Los busqué
sobre la sillita; no estaban. Miré
alrededor, arriba de la cama, sobre la mesa. No estaban por ningún lado.
Impaciente,
mi mamá revisó todo. No aparecían. Ya
con lágrimas en los ojos, empecé a buscar por el piso.
Entonces ví la escena: mi perro, desde un
rincón, nos miraba expectante con sus
ojitos culpables, las orejas paradas, inmóvil y con uno de los guantes entre
los dientes.
Con
desesperación, iniciamos una lucha desigual entre él y nosotras. Desgraciadamente, Charly, -así se llamaba nuestra mascota-
creyó que era un juego, por eso corría alegremente mientras el guante parecía
saludar aleteando en el aire.
Cuando el
perro se cansó , se dejó atrapar. Entonces, tironeamos del guante derecho solamente para comprobar que ya no
tenía el dedo índice. Mi mamá lo sostuvo en sus manos como si eso fuera a
animarlo. Estaba mutilado. Parecía una mano cansada de señalar vaya a saber qué
horizonte promisorio. El izquierdo nunca apareció.
Habíamos
perdido mucho tiempo. Caminamos las ocho cuadras que nos separaban de la
escuela con bronca y tristeza. Llegamos y fui a la fila. La señorita Elena me
vino a buscar.
-Vamos a la
Dirección, Gracielita, que se hace tarde.
No pude más
y me puse a llorar. La señorita me apartó de la fila y me llevó al aula. Allí,
mi mamá le explicó la situación.
-Sin guantes
no quiero ir, la Directora se va a enojar!- me ardían los ojos por tanta
lágrima y por la tensión de mi pelo estirado, sacrificando el cuero cabelludo
hasta el límite, todo para lucir un
rodete perfecto.
-Esperen
acá, dijo la maestra.
Mientras
enfilaba hacia la Dirección, la señorita Elena iba pensando en la estrategia a
seguir. Debía convencer a la directora de apartarse de las formalidades. y
creyó que el episodio del perro sería considerado por ella un descuido
imperdonable
-Señora, la familia de mi alumna está muy
contrariada. Son muy humildes y no pudieron comprar los guantes blancos.
-Bueno, pero
es el protocolo. ¿Por qué no lo dijeron antes? Lo hubiéramos solucionado con un
aporte de la cooperadora.
-Es que
tenían vergüenza, señora. Yo estuve pensando si por esta vez no podríamos
obviar el protocolo. Después de todo, las manos que cosieron la bandera, allá
en las barrancas del Paraná, no estaban enguantadas ¿Verdad? Tampoco las que
desoyendo las órdenes conservadoras de Buenos Aires, la llevaron triunfal hacia el norte en la hora
más heroica del Gral. Manuel Belgrano.
La señorita
Elena terminó su breve discurso recordando el lugar preferencial del retrato
de Belgrano en la Dirección y sin querer confrontar.
Con gesto inocente bajó la mirada, como observando
la punta de sus zapatos.
La Directora
la escuchó con atención. Desconfiaba de esta
maestra que ocupaba sus fines de semana alfabetizando a la gente de las villas.
Eran tiempos
de rebeldía y los jóvenes se volcaban a la política, actividad que había estado prohibida durante mucho tiempo por hombres
como su esposo, el coronel.
Sin embargo, el argumento de la señorita Elena
era impecable.
-Traiga a la
alumna, y que ocupe su lugar- le ordenó secamente.
Elena me fue
a buscar, me tomó del brazo, secó mi
cara y abriéndose paso hacia la Dirección entre la asistencia que colmaba el patio,
me sonrió con sus dientes nacarados, como de luna llena.
Mucho tiempo después entendí el significado
del gesto: con discreción, me guiñó un ojo,
bajó su mano y casi escondida en los pliegues del guardapolvo, formó la
V con sus dedos delgados.
Excelente cuento Gra!!Emotivo recuerdo de tu maestra y me trajo los recuerdos de mi primaria!
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