jueves, 9 de febrero de 2017

Obvio que sí.




Siempre se preguntaba qué encontraría debajo del andén.
Tenía miedo que la mandaran a limpiar.
  ¿ Pero, para qué la mandarían justo ahí? “ Para joder” se contestaba segura de que algún jefe tendría esa intención.  No los dejaban estar ni un minuto  sin hacer nada.
 Igual, ella prefería estar siempre ocupada porque si no, se ponía más nerviosa y  las horas no pasaban nunca.
Que los trenes ahora pasaran a horario y que fueran más o menos decentes los ponía a todos en la mira porque entonces las estaciones también tenían que parecer más limpias y no había tiempo para andar tomando mate y había que esconder el celular y no reírse fuerte con los chistes de los muchachos.
Últimamente habían entrado muchos pibes. Ella ya  no era una piba pero también había entrado hacía poco por una amiga de la madre que le debía un favor. Era la primera vez que tenía un trabajo en blanco. No estaba agradecida. ¿Por qué iba a estarlo? Sobre todo después de ver como tiraban bajo las vías a un vendedor para sacarle la mochila, ahí delante de ella y como se quedó inmóvil cuando la gente le gritaba que hiciera algo y todo por tener ese uniforme con tiras fosforescentes que le daba vergüenza  y ese chaleco enorme que le colgaba por todas partes.
También le colgaba al pobre hombre el hueso de la pierna y la sangre le salía como de un bombeador y todo el mundo gritando y el tipo que también empezó a mover el cuerpo al ritmo del chorro que la salpicaba, hasta que se empezó a ahogar y entonces no se movió más y la quedó mirando con ojos horrorizados, justo a ella que estaba como una imbécil con el escobillón en la mano.
Durante las horas pico todo era más fácil porque no se podía hacer mucho y el andén y las escaleras estaban roñosos  pero no era su culpa que la gente fuera tan sucia.  Todo el mundo tiraba los papeles en cualquier lado y  revoleaba  por las ventanillas bandejas de plástico, latitas y bolsas de todos los colores que iban a parar a las vías y parecían de lejos florcitas artificiales ofrendadas al gauchito Gil.
Cuando pasaba la hora en la que todos van a sus trabajos, la estación quedaba semivacía y entonces tenía que tirar un líquido verde en el piso del túnel para asentar la mugre que se superponía con la mugre del día anterior en una especie de pasta grisácea que si no había humedad se secaba más o menos rápido y la dejaba en paz hasta el otro día.
Los domingos se aburría porque no hablaba con nadie desde que el pelotudo de uno de sus compañeros  amagara con tocarla y entonces ahí nomás  ella le pegó una piña que lo hizo trastabillar y se corrió la bola de que “con Andrea no se jode” y no la molestaron más pero la miraban de costado y se reían y hablaban en voz baja y  volvían a reírse mientras se escondían para comer facturas  y nunca más la convidaron.
 Entonces como la estación estaba más silenciosa no podía dejar de escuchar la conversación repetida de los gendarmes que si era invierno se soplaban las manos  y las refregaban  para entrar en calor y si era verano transpiraban debajo de la gorra y hablaban de sus familias que estaban en el Chaco o en Corrientes y que a esa hora estarían comiendo un asado y ellos ahí y encima como era domingo el chino que preparaba comida estaba cerrado y no iban a tener más remedio que comprar un pancho en el kiosco.
Fue un domingo a la tarde cuando la vio por primera vez. Estaba parada en el medio del andén y hablaba por el celular. Parecía que no le importaba otra cosa. Debía andar entre los treinta y treinta y cinco. Se notaba que quería disimular la imagen de chica rubiona, hija de tanos de la “alta Italia”.
 Tenía el pelo claro que le hubiera caído por la espalda como una marea creciente de bucles si no fuera porque estaba tan corto que las ondas parecían pintadas en la cabeza. El celeste le llenaba casi toda la superficie de los ojitos. De mediana estatura y robusta, usaba unos borceguíes negros que a simple vista se notaba que eran pesadísimos. Negros también eran los pantalones anchos que tenían bolsillos por todos lados, igual que la campera.
 Andrea se acercó y pudo ver que,  como único adorno, llevaba  una cadenita de oro y una medalla con forma de lágrima y un número quince en relieve junto con una piedrita de color rosa. La reconoció enseguida porque era igual a la suya: ésa que había dejado  de usar hacía mucho tiempo porque ya no era la persona a quien se la habían regalado. En esa mujer, lucía tan absurda como le hubiera quedado a ella.
-Hola, soy yo, ¿Cómo quién? Yo…….Carla.-A la desconocida no le importaba que los demás escucharan. Tiró al piso con bronca la colilla del cigarrillo.
Andrea pasó cerca  juntó el pucho con la pala. La otra ni la registró mientras volvía a llamar.
-No cortes. Todavía estoy acá. Te espero……..-sacó otro cigarrillo y lo encendió.
Carla dejó pasar dos trenes. Se subió al tercero  pero antes se dio vuelta mirando la escalera de acceso al andén, como esperando un milagro.
La semana volvió a empezar con su rutina de gente apurada: algún arrebato, una que otra corrida, chicos pidiendo; lo de siempre.
Cuando por fin llegó el siguiente domingo y tal vez porque había mucho sol,  Andrea tenía una esperanza que no estaba dispuesta a admitir del todo. ¿Para qué ilusionarse?
Sin embargo,Carla volvió a aparecer , enfundada en su ropa negra y sus botas pesadas. Estaba triste.
 Se sentó en el banco de cemento con las piernas separadas y los antebrazos apoyados en los muslos. Bajó la cabeza clavando la vista en el piso.  Sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo de la campara.  Empezó a fumar.
Andrea siguió retirando las bolsas de basura de los cestos. Vio venir el tren a lo lejos y sintió alivio. No iba a tener tiempo de encararla. Pero al instante se le sublevó la sangre de la bronca.  No sabía si era porque venía el tren o porque volvía a tener miedo.
 Calculó: menos de un minuto.
 Como si la urgencia se debiera a  la llegada del tren, sacó un cigarrillo del bolsillo y mirando a Carla con sus ojazos marrones, le preguntó:
-¿Tenés fuego?
Carla levantó la vista, miró la puerta del vagón que se abría, parpadeó como queriendo soltar las lágrimas arracimadas en las pestañas diminutas. Tanteó en todos los bolsillos de la campera y cuando por fin encontró el encendedor le dijo:   
- Si, obvio.
Mientras las dos quedaron solas en el andén, fumando,  el tren se deslizó en silencio, como para no molestar, y cruzando el puente sobre la autopista, se perdió entre los edificios de la capital.

4 comentarios:

  1. Estaba claro que Carla deseaba llamar su atención, por eso lo dejar pasar dos trenes.
    Y Andrea no se tiró a una pileta vacía.
    Bien contado

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  2. No lo había pensado así, pero puede ser, por supuesto. Gracias por el comentario. Saludos.

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  3. Buen relato callejero. Me gustan las historias con trenes de por medio
    Un beso Gra!

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  4. Las estaciones dan para mucho!!!!! Basta con observar atentamente. Gracias Leo!!!

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