sábado, 24 de diciembre de 2016
lunes, 19 de diciembre de 2016
La sed.
"Hoy vas a entrar en mi pasado..."
Enrique Cadícamo.
Le había dicho al sargento de su escuadra que tenía que
despedirse.
Era uno de los mayores y tenía experiencia en combate. Hizo
valer esos antecedentes.
Su superior lo autorizó. ¡Qué locura! No se sabe quién de los dos fue
más boludo.
Andrés (de aquí en adelante se usará su nombre de guerra), se
estaba preparando en una casa operativa
desde hacía varias semanas.
Su misión era manejar
uno de los camiones.
A pesar de su
compromiso, venía dando muestras de cansancio, de distracciones que ponían en
peligro a los otros.
Al principio
demostraba carácter y animaba a los más jóvenes, pero últimamente se le acababa
la paciencia, la convicción; o tal vez
no. Tal vez solamente necesitaba estar cerca de Luisa aunque fuera por un rato.
Quién sabe.
Lo cierto es que se
acercó de noche a la casa de la calle Mitre, su casa, qué locura. Si sabía que
los estaban acorralando. Sabía que estaban cayendo como moscas y que no todos
aguantaban. Se les había ido la doctrina a la mierda. Tanto entrenamiento y
resulta que no pasaban la primera noche sin largar todo. Había excepciones pero
no eran muchas.
Igual, Andrés pidió ir a su casa, a ver a Luisa.
Obvio que no era el
único al que se le atragantaba el llanto antes de dormir.
¿Quién carajo habrá inventado la Navidad?
Fue con uno de los autos robados y con documentos falsos.
Tenía tres juegos con nombres diferentes.
Manejó por calles solitarias para evitar puestos de control
de la policía. Dio varias vueltas antes de estacionar. Tenía que estar seguro
de que no lo seguían. Apagó el motor y esperó. Nadie por ningún lado.
Le pareció tan triste el barrio. O el triste era él. En las reuniones sobre autocrítica le
machacaban con lo de la moral alta. Le venían pidiendo demasiado.
Reaccionó y miró para el frente de la casa. Todas las luces
apagadas.
Bajó del auto tratando de no hacer ruido.
Intentó abrir la puerta con su llave pero no pudo. ¿Habían
cambiado la cerradura?
Insistió pero fue inútil. Se dio cuenta que lo empezaba a
ganar la ira. Otra vez.
Pero ¿para qué volvía
si las cosas con Luisa estaban mal desde hacía mucho tiempo? Últimamente no se podía controlar, se
enfurecía y no dejaba de pegarle.
¿Qué tipo de cobardía le permitía manejar un camión con explosivos y al mismo
tiempo castigar a su mujer? Se negaba a
pensar en eso, como negaba el menosprecio por las mujeres de su grupo.
-Falta poco, compañeros. La ofensiva contra el enemigo será
definitiva- había dicho uno de los comandantes.
Tenía que ver a Luisa.
Ella había escuchado el ruido de las llaves desde la cama. Su
habitación daba a la calle y a pesar que hacía dos meses que su marido no
andaba por la casa, siempre estaba alerta.
Le tenía miedo. Al saberlo cerca
se le despertaban todas las fibras del cuerpo que tenían memoria de los gritos,
los insultos, los golpes. Esta vez estaba entera, no la iba a joder nunca más.
Saltó de la cama a la cocina donde estaba el teléfono para pedir ayuda.
No obstante dudó. Aunque no tenía certeza y no quería tenerla, intuía que él ya estaba
marcado. “En todo caso va a ser una cuestión de tiempo”, se dijo a sí misma
mientras dejaba el teléfono y cruzaba, descalza, el breve pasillo de mosaicos
grises que separaba la cocina de la entrada.
-¿Qué querés?
-Luisa…yo…abrime -susurró el hombre.
-¿Para qué?
-Tenemos que hablar.
La mujer apoyó la frente en la puerta de chapa y se
reconfortó con la frescura del contacto. La casita hervía bajo el cielorraso
descascarado por el abandono.
Igual que ella.
Metíó la llave en la cerradura. Se maldijo por ceder otra
vez. Sin embargo algo le decía que no iba a ser igual. El “Tenemos que hablar”
que ya había escuchado tantas veces, sonaba más cansado. No era súplica, no.
Las súplicas las conocía bien. El tono era definitivo. No le parecía
arrepentido sino como derrotado. Si. Era eso. Parecía que él hubiera superado
su propia miseria y la ofreciera en el altar de vaya a saber qué causa. Algo
que iba más allá de ellos dos.
-Soy una pelotuda- pensó y giró la llave hacia la derecha.
Retrocedió un poco y él entró rápido. Quedaron frente a
frente. Dos meses no es tanto tiempo, pero igual se examinaron con la mirada.
El hombre le pareció más alto con sus pantalones de gabardina azul oscuro y una
camisa del mismo color.”Parece recién salido de la fábrica” pensó ella.
“Parece una nena vieja” pensó él al verla más menuda, en su camisón de linón con florcitas
celestes y de mangas acampanadas con
puntillas.
Se habían conocido siete años antes en la fábrica textil.
Luisa ya trabajaba en los telares cuando él ingresó. Los compañeros los
empezaron a cargar de entrada y ella no
supo si fue por eso o porque le gustaba
cómo hablaba, la cuestión es que se empezó a fijar en él.
Cuando al poco tiempo, la invitó a ir al cine, Luisa ni lo
pensó. “Vamos”, fue su respuesta. De ahí en más todo fue rápido. Andrés se mudó
a la casita que ella había heredado de sus viejos.
A los dos años más o menos,
y a pesar de que no había sido fácil la convivencia, ella le insinuó lo
del casamiento. Con el tiempo se reprocharía tanta ingenuidad, pero en ese
momento le pareció que con la libreta en mano iba a empezar otra historia. Una
mejor.
-¡Si serás burguesa…!-le había dicho con una sonrisa mientras
le acariciaba el pelo.
Él le dio el gusto. Luisa todavía recordaba con cariño los
preparativos del casamiento. La ilusión con la que había recorrido la calle Azcuénaga de punta a punta para comprar la tela del trajecito rosa que se
hizo hacer. La cara de él cuando le consiguió el traje azul para ir al Registro
Civil. La única foto, colgada en la
pared del dormitorio, con el peinado batido de ella y el pelo con gomina del
novio, que le mantenía las ondas
rebeldes hacia el costado.
La situación cambió, pero no como Luisa lo había imaginado.
A finales de 1970, el clima en la fábrica estaba enrarecido.
Habían entrado a trabajar unos muchachos
nuevos. Su marido los admiraba. Se reunía con ellos fuera del trabajo. Llegaba
tarde a la casa, no le daba explicaciones. Ella se puso celosa al principio y
lo hostigaba por eso. Él siempre había tenido mal carácter pero ahora la
trataba con una impaciencia prepotente. Empezó a subestimarla, sobre todo
cuando ella se mostraba reticente a escuchar sus argumentos que daban vuelta
alrededor de lo mismo.
-Vos no tenés conciencia de dónde estás parada-Le decía con
frecuencia pero sin acariciarla.
Con el tiempo, él ya
no le daba explicaciones de nada. Ni siquiera el día en el que ella encontró el
arma y casi se muere del susto.
Cuando los echaron del trabajo, Luisa se desesperó. El marido
no se inmutó. Por un tiempo siguió trayendo plata. A veces pasaba muchos días sin volver a la
casa. Si ella se ponía pesada, él terminaba la discusión con un buen empujón y
vuelta a irse.
El día que la mujer amenazó con denunciarlo, recibió la
primera paliza.
Ella lo había dicho por decir, por supuesto. Además no sabía
a ciencia cierta en lo que estaba metido. No es que no tuviera indicios. Aunque
no había terminado el secundario, tampoco era tonta. La cuestión es que no se
quería involucrar más de lo que ya estaba.
Tenía que buscar trabajo.
Entró en un taller de costura.
Ganaba menos que antes; no le importaba.
Estaba ocupada y no dependía de él y sus largas ausencias.
Durante el último año y medio, había aparecido poco y
nada. La última vez que lo vio, tenía la
cara curtida por el sol y con cortes mal curados. Estaba flaco y demacrado. El
monte tucumano le dolía en todo el cuerpo.
Ella, envalentonada, lo recibió con un “esto no es un
aguantadero”.
Él le contestó con un golpe tremendo, cobarde,
incomprensible, que la desparramó por el
piso. Luisa volvió a sentir el miedo que nunca había perdido y
cuando temió que seguiría la paliza, su marido simplemente se fue.
Ahora volvía.
Entraron en la cocina. La mesa redonda y las cuatro sillas
alrededor. El mantel de hule colorido. La pavita enlozada de color naranja. El
hombre miraba como si estuviera
reviviendo un recuerdo querido. Comparaba este ambiente sencillo y cálido con
las casas que servían de entrenamiento y refugio. Lugares impersonales de los
que muchas veces había que salir trepando por los techos vecinos con lo puesto.
No pudo menos que sonreír.
La mansedumbre de Luisa se adivinaba en el orden y en los
detalles sencillos como la agarradera tejida al crochet. Esa maldita
mansedumbre que lo sacaba de sus cabales y lo había enfurecido tantas veces.
Se sentó. Necesitaba empezar a hablar de lo que le estaba
pasando. Sin embargo, un silencio incómodo se instaló entre ambos.
Al rato él dijo como
al pasar:
-No cambiaste nada por acá.
-¿Y qué querés que cambie? ¿Te parece que hay poco quilombo
por todos lados? Doy gracias que me puedo mantener. El que quiere cambiar el
mundo sos vos.- Luisa se escuchó a sí misma y casi no se reconoció.
Andrés bajó la mirada. No tenía ganas de seguirle la
corriente. Se preguntaba qué era lo que había ido a buscar a esa casa que nunca
sintió verdaderamente como suya. La pasividad desarmó a Luisa, quien estuvo
tentada de abrazarlo. Un freno invisible hecho de rencor le impidió hacerlo.
Al final, apartó una silla y se sentó frente a él. Empezó a
doblar con obsesión un repasador con motivos navideños.
El hombre sintió que todo era inútil y sin conciencia
verdadera del momento que estaban viviendo, dijo:
-¿Sabés lo que más me jodía de todo?
-¿Cuándo?- respondió ella como desorientada.
-La sed.
-¿Qué? Bueno…-titubeó Luisa.- Tengo las sidras que me dieron
en el taller por las Fiestas. Abrimos
una- Se puso de pie como si hubiera recibido una orden.
Aturdida, la mujer se acercó a la heladera.
Una sirena lejana sacó al hombre de su letargo y le tensó los
músculos de la cara.
El ruido se fue extinguiendo y entonces él le volvió a
bajar la guardia.
- Dame que yo la destapo.
Sirvió en dos vasos que ella puso sobre la mesa, de esos baratos y gruesos que se compran en los bazares de
barrio, entre los escobillones y las palitas para la basura.
La sidra estaba dulce y fresca. Ellos la bebieron en
silencio. Sabían que estaban firmando una
paz debilucha y mentirosa.
-¿Y cómo…?-la mujer intentó iniciar la conversación.
-No va a durar mucho, esto no da para más.-Él la miró fijo
como para obligarla a entender definitivamente. Deseó que ella le dijera “Si,
ya sé, te entiendo y te admiro y acá estoy para curarte las heridas y te
sostengo y sos el hombre que soñé y en vos están todos los hombres que van a
salvar a este país. Yo estoy con ustedes en esto”.
En cambio, a ella le salió un: “¿Abrimos otra?”
Y a él le vinieron unas
ganas de putearla y de llorar, y otra vez como tantas veces tuvo el
impulso de pegarle a ver si despertaba pero sin embargo se despachó con un:
“Bueno”.
Siguieron tomando y a los dos los invadió una pesadez
bonachona y un deseo de tocarse como antes.
Sin embargo, se
dejaron estar en ese puro presente que
los absolvía del pasado.
Descorcharon la tercera botella y ya era reírse de algún
recuerdo que ni siquiera estaban seguros de haber vivido juntos.
El hombre miró el reloj de la pared: las tres de la mañana.
-Me van a fusilar- pensó y sonrió por la ocurrencia.
Se paró vacilante.
-¿No te quedás? Preguntó Luisa desde la confusión producida
por el alcohol.
-No, te dije que va a pasar algo grande.
-¿Vas a volver?
-Claro- contestó pensando que tanta seguridad tal vez
despertaría algo de emoción en su mujer.
-Entonces, brindemos por la vuelta…-Dijo ella.
-No; brindemos por la
victoria.
Se fue, como tantas veces. Feliz, como nunca.
Faltaban tres días para Nochebuena.
Luisa se quedó en la cocina mirando la mesa con las botellas
vacías y los vasitos de entrecasa. Tuvo el impulso de ordenar todo como había
ordenado su mundo doméstico: la realidad
del despertador a las cinco de la mañana, colectivo lleno y a fichar. La vida que la había
separado del tipo que vino a despedirse.
No lloró, sin embargo.
Tampoco lo hizo cuando
el miércoles 24 de diciembre buscó su nombre como loca en los diarios que
relataban el enfrentamiento en el cuartel.
Andrés, en cambio,
mientras estaba tirado boca arriba, mirando el cielo oscurecido por el humo de
Monte Chingolo, no pensaba en ella.
El ruido de los huesos
crujiendo al paso de los tanques no lo atormentaba tanto como la idea de
terminar así, abrasado otra vez por la sed.
lunes, 28 de noviembre de 2016
Ni siquiera los muertos están
muertos.
Diseminados sus miembros pero no
inertes,
crispados más bien.
Libres de polvo ¿Quién podrá
sepultarlos?
Están los gritos y también el
relincho y el mugido,
que replican en nosotros
el sofocón ardiente y luminoso que
llega desde el cielo.
Plegarias que a fuerza de silencio
traspasan los límites
y ruedan por el mundo;
a diferencia de las manos
que se han quedado acunando,
y de los puños, que olvidaron la
derrota
y auguran la vida.
Los despojos nos interpelan aún.
Ni siquiera están muertos.
domingo, 6 de noviembre de 2016
jueves, 20 de octubre de 2016
sábado, 1 de octubre de 2016
CARTONERA
Tira de su carro
Y solo ve,
pálido, el cartón
que la ayudará a comer
Tira y todo esquiva,
con pudor.
Ella sabe que murmuran
de su ropa sin color.
Calles y peligros
que se mezclan con su sed.
Rabia contenida
que no logra resolver.
Nunca hubo otro infierno
que se vea tan natural,
fundirse en sus sombras
y esperar.
Tira y a la villa va a volver.
Suburbio intranquilo
detrás del atardecer.
Un arroyo denso,
unos ladridos
Después un silencio tenso
bajo un cielo ensombrecido.
Refugio escondido
que la separa del frío.
De los que la ignoran
o la hieren sin motivo.
Porque sienten miedo
como cuando grita el tero,
que hace ruido
solo por cuidar su nido.
Tira y a la villa va a volver.
Suburbio intranquilo
detrás del atardecer.
Un arroyo denso,
unos ladridos
Después un silencio tenso
bajo un cielo ensombrecido.
Refugio escondido
que la separa del frío.
De los que la ignoran
o la hieren sin motivo.
Porque sienten miedo
como cuando grita el tero,
que hace ruido
solo por cuidar su nido.
lunes, 12 de septiembre de 2016
Rosales
andaba por un montecito de algarrobos oscuros cuando vio venir desde lejos el
auto plateado. No salió aunque sabía lo que iba a pasar; es más, se escondió y
enfiló con el caballo para el lado opuesto al camino.
El auto se hamacaba en la superficie inestable
de barro hasta que en un momento perdió el rumbo y se deslizó hacia la cuneta
inundada. La trompa se hundió mansamente. El agua le llegó justo hasta el
parabrisas y las dos ruedas de atrás quedaron en el aire, pero Rosales ya no
veía la escena porque lejos de ahí, se dedicaba a juntar las vacas que con
pereza se movían entre las liebres color
miel que andaban a los saltos, en total libertad. Iba arreando el ganado por los potreros,
abriendo y cerrando tranqueras, con movimientos certeros pero desganados.
Miró el sol
otoñal que caía sobre las lagunas que
rodean al río Salado. ¿Por qué le prestaba tanta atención si había crecido en
comunión con ese cielo que a la hora del atardecer se teñía de grises y rosas,
para dar luego lugar al azul profundo? Y aunque no pudiera ponerlo en palabras,
él sabía que era una de las últimas veces que podría observarlo sin tener que dar
testimonio de nada, solo mirarlo e hincharse los ojos de belleza pura, nunca
igual, y sentirse satisfecho y dueño de si mismo, como los teros y las
lechuzas.
Anduvo toda
la tarde ocupado en sus labores. Empezaba a refrescar cuando encaró despacio el
regreso al casco de la estancia; la casa grande que estaba por convertirse en
hotel. La misma que había sido confiscada por Rosas en tiempos de los Libres
del Sur y vendida después a un escocés y después a un vasco y así de generación
en generación. Todavía mantenía la dignidad de los edificios coloniales, de una
sola planta, ventanas generosas, paredes anchas y sólidas. No tenía el lujo de
los palacetes de estilo francés que se edificarían más tarde pero tenía la
nobleza de las primeras estancias de la zona y de sus dueños. Los que se habían
atrevido a enfrentar al Restaurados de las Leyes y a los degolladores, dejando
en la miseria a sus deudos.
La estancia cambiaba de nombre y de destino.
Ya no se dedicaría al engorde de esas
vaquitas que, aunque ajenas, habían sido toda la vida de Rosales.
Ahora iban a
sembrar soja. La empresa que vendía las semillas se encargaría de todo. Él ya
lo había visto en otras propiedades. Un silencio de sepulcro en los campos
eternamente verdes, interrumpido solamente por el ruido de las avionetas que fumigaban y mataban todo lo
que creciera sin permiso de los gringos, sus patentes y sus ingenieros.
¿Para qué
necesitarían peones si hasta las cosechadoras se alquilaban y listo?
Es cierto
que le habían ofrecido quedarse y atender a la gente que se alojaría en la casa
grande. También estaban los otros dormitorios, un poco apartados, unidos por
una galería que daba al parque central y
en la que había bancos de madera y canastos con troncos de quebracho para
alimentar las salamandras.
-Vamos
hombre, piénselo.-le había dicho el patrón.
Y él lo había pensado. Demasiado. Sobre todo
desde que se había quedado solo y el día era eterno y no tenía más remedio que
imaginar cómo sería su vida, como acomodarse a la nueva situación.
-El asado me
gusta hacerlo para mí- fue la respuesta cortante y definitiva.
-Usted
sabrá.
El patrón
tampoco tenía voluntad de andar rogando.
Ya era de
noche cuando Rosales, después de encerrar el ganado, venía al trotecito por la
entrada enmarcada por eucaliptus que se erguían en disciplinadas hileras hacia
lo alto. Iba a rodear la casa hacia el
fondo, cerca de la caballeriza, donde estaban las piezas del personal que había
sabido ser numeroso.
Fingió
sorpresa cuando vio al contador sentado en el piso de mosaicos blancos y
negros, con la espalda apoyada en la puerta de madera maciza de la entrada
principal. Lo vio incorporarse con el traje embarrado. Estaba maltrecho y
furioso. Se tomaba la frente con un pañuelo ensangrentado.
-¡Pero,
digame!,¿ no le avisaron que yo venía hoy?-
-Buenas
noches, doctor-Rosales ni siquiera se bajó del caballo- No señor, no me han
dicho nada.
-¿No le anda
el celular? Lo estuve llamando toda la tarde- Se notaba que el contador estaba
haciendo un esfuerzo para no insultarlo.
-Es que casi
nunca hay señal por acá- Movía la cabeza con gesto ingenuo.
-Escúcheme,
no sabía que el camino estaba tan malo. Tuve un accidente. Venía con mi
auto, perdí el control y me caí a una
zanja.
-¿Pero dónde
fue eso?- Rosales disfrutaba el momento.
-Como a tres
kilómetros de la salida de la ruta.
-¿Y no lo
pudo sacar?
-Gracias que
pude salir yo.-el contador estaba cansado y dolorido. –Había quedado con el
dueño en que esta noche me alojaba acá porque mañana tenemos una reunión muy
importante. ¿Cómo, no le avisaron?
-Y no, el
patrón está atareado con tanto cambio.
-Escúcheme,
vamos a tratar de sacar el auto.
-¿Ahora? No se puede. Mañana tendrá que ser- la
expresión del peón tenía una falsa tranquilidad.
-Si, claro,
ahora no se ve nada. Tiene razón- hizo
un esfuerzo por calmarse.- ¿Puede abrir la puerta así me lavo esta herida y me
cambio?
-¿De la casa
grande?- Rosales seguía interpretando su papel.
-SI, claro.
-Pero no me
dejaron la llave.
-¡Cómo que
no tiene llave! ¿Dónde me voy a quedar esta noche?- Ahora si el contador estaba
al borde del llanto.
-y….le dije
que el patrón anda medio mareado.
Los dos
hombres se quedaron en silencio.
Rosales,
dueño de la situación, dijo al fin:
-Si quiere,
se puede acomodar por esta noche en una de las piezas de los peones, total,
están todas vacías.
-Le
agradezco. Mañana, cuando venga el dueño, se irá aclarando el panorama
-Si usted lo
dice, doctor, será así nomás. Tiempos jodidos, doctor, tiempos jodidos.
Rosales
siguió derecho con el caballo hacia el fondo donde estaba su pieza. Le quedaban
unas pocas cosas para embalar.
miércoles, 17 de agosto de 2016
DESENCUENTRO .
-No vas a
ningún lado- la madre estira el cuello para ver el cielo desde la ventanita de
la cocina.
-¿Por qué?-
la hija se hace la desentendida, mientras se saca los hilos de la ropa.
-¿ Adela, no
ves cómo está?-insiste la madre- .
-¡Pero si
todavía no llueve!-ahora apila los bolsillos recién cosidos.
- ¿Adónde
vas a ir vos? Si se viene una tormenta-el hermano mayor entra y se calienta las
manos en la hornalla prendida. –Poné la pava, vieja.
-vos saliste
igual-la hermana guarda ahora la tijera en el cajón de la máquina de coser.
-A trabajar...
Dale, hacete unos mates- y la orden vino
disfrazada de pedido.
- Y yo
recién termino de coser, todo el día con el pedal dale que va- la chica se
estira la blusa.
-Si,
escuchando a los Pérez García y chusmeando
con las de enfrente, lindo trabajo. Te lo cambio por el taller-se despatarra el
hermano en la silla con asiento de paja y respaldo de madera apenas lijada.
-Y vos que
llegás y tenés todo listo para ir tranquilito a las carreras…..
-No
empiecen-la madre llena la pava inmensa y la pone sobre la hornalla; corta el
pan.
-Me voy,
vuelvo enseguida- la chica se escurre hacia la puerta y sale a la galería.
-Te digo que
viene una tormenta fuerte- el hermano se impacienta y la agarra del brazo.
-¿Qué pasa acá?-
El padre abre la puerta de la calle, se saca la boina azul oscuro y se la pone
debajo del brazo.
-¡Ésta, que
quiere salir ahora con este tiempo! Qué van a decir los vecinos, que es una
atorranta, que no tiene familia- el hijo no la suelta.
-¿Adónde va
m’hijita?-el padre la mira con ojos bondadosos.
-A lo de Elisa,
por los trajes…- los ojos de la chica le imploran al padre-
-¡Mentira!,
Seguro se va a ver con alguno- se indigna el hermano.
-¡Cuidado
con lo que decís!- suena gastada la voz del padre.-
-A lo de
Elisa podés ir mañana, faltan dos semanas para carnaval- la madre le tiende un
mate al marido.
-Pero quedé
en ir hoy!- La chica casi suplica pero su voz se pierde porque el aguacero se precipita y retumba como una catarata de
clavos sobre el techo de chapas de la galería.
-Entren-
dice la madre.
-Adentro- el
padre toma del hombro a la hija que ha empezado a lagrimear.
-Es por tu
culpa-grita la chica y revolea un cono de hilo directo al ojo del hermano que
apenas tiene tiempo de esquivarlo.
-Pero que
hacés desgraciada!- Y la corre alrededor de la mesa enorme de madera maciza
pintada de verde oscuro.
-Hacé
algo!-la madre intenta frenar lo que se veía venir.
-Basta,
mierda! paren los dos- el hombre viejo que solo quiere descansar intenta poner
orden con gesto más cansado que enojado- Mirá que sos grande, vos- se dirige al
muchacho.
-Buenas…!-La
vecina ha entrado a la galería y golpea
el vidrio de la puerta de la cocina pero nadie la escucha – Buenas!-repite casi
gritando con un plato cubierto con un repasador y protegido con todo su cuerpo.
Entra- Les traje unas tortas fritas.
-Pase, pase-
el muchacho disimula y deja en paz a la hermana. Todos miran a la vecina que
chorrea agua como si fuera un paraguas recién usado.
-Pero por qué
se molestó- la madre aparenta tranquilidad.
-No, al
contrario, no es molestia- y la vecina se mira la punta de los zapatos y
levanta la mirada santurrona y la clava en los ojos del hombre joven
-Pero siéntese, ¿Quiere un mate?¿Ha visto qué
tormenta? Está lindo para comer unas buenas tortas fritas.-Le devuelve la
mirada, pero casi maliciosa.
-Yo sé que
usted le gustan.- se sienta la vecina y se acomoda los mechones debajo de la
vincha.
-¿Y cómo
anda su madre?- el viejo le sigue el juego al hijo.
-¿Se mejoró
su abuela?-La madre se sienta al lado de la vecina.
-Si, la
abuela ya está mejor, gracias, le manda saludos-la mujer se arregla la ropa
mojada.
-¡Y a mi qué
me importa todo eso, vos hacés lo que querés por ser varón!-cruza una mirada
con odio a su hermano y se va a la pieza de adelante.
- ¿Qué
decía? Ah! Sí, su abuela, pero mire cómo se ha mojado, ¿Le traigo una
toalla?-Sobreactúa el joven. Disimula.
Intenta tapar el llanto furioso
de Adela.
Querida
Elisa:
Te dejo la
presente porque no te encontré y encima me mojé toda. Menos mal que tenía el
cuaderno de corte y confección en el bolsillo del saco así te puedo escribir.
Como no me dejaban salir por la lluvia, me hice la que lloraba y mientras tanto
salté por la ventana de la pieza. En la cocina estaban los viejos y mi hermano
con la marmota de la vecina que siempre que puede viene a ver si se lo puede
levantar. Había quedado en ver al muchacho que te conté. Ahora me voy para la
esquina de Mitre y Paso a ver si todavía no se fue. Si me descubren y te van a preguntar deciles que fuimos a ver las telas para los disfraces.
Chau, después te cuento.
Adela.
Ya sabía que
no iba a venir. No tengo suerte y encima con esta tormenta y para esto pedí
salir antes del laburo. Quien me mandó fijarme en esa piba. Me jorobó. O a lo
mejor no vino por la lluvia. Ya pasó una hora. Y no, no viene. ¿Dónde vivirá?
Seguro que por acá cerca. No, no se ve a nadie. Ya está parando. El vigilante de
la esquina me está mirando feo. Y no, no espero más. A ver si todavía termino
en cana. Le voy a preguntar por donde tengo que agarrar para llegar a la
estación. Me vuelvo caminando total de
esta esquina de Belgrano y Paso deben ser como doce cuadras.
A lo mejor
me la cruzo.
domingo, 31 de julio de 2016
Y SIN EMBARGO SE
MUEVE
Siento un gran
alivio al saber que ya no hay nada que temer. Pero algo me dice que la historia
sigue.
¿Por qué no abandono el rol de víctima ?
Los miro
desde lejos. Son dos. Están apilados como en los ritos de la India en los que
después de rendir los honores correspondientes, se enciende una gran hoguera.
Acá no hay hogueras y mucho menos honores. Apenas una habitación que yo conozco bastante bien y los dos cuerpos inertes encima de una mesa.
Me pregunto por qué estarán uno sobre otro. Desconozco la identidad del que
está en la base de esta torre siniestra. Me intranquilizo. Una parte de mi
dice-Ya está, se terminó-. Pero estoy sola y no es un buen signo. Siempre estoy
sola. A la distancia (claramente decido apartarme) creo ver un deslizamiento.
El cuerpo de arriba parece moverse. No parece, esto está pasando. Son como
espasmos pero lentos y torpes.
-Y sin
embargo se mueve- cuando me pongo nerviosa me acuerdo de frases célebres. --Tranquila- me tengo que reponer.
Estoy como clavada en el piso. Sucede lo que
yo esperaba. Se pone de pie y se estira. Empieza a mirar alrededor. El terror
me impulsa a escapar por el pasillo. Llego a la vereda pero incomprensiblemente
no puedo avanzar. Es una cuadra y media. Me sofoco y el aire parece oponer una
resistencia insalvable. Empujo como puedo sin mirar atrás. Tengo que llegar
hasta la casa de Nené. Siempre me ha calmado su buen humor. La puerta está entreabierta.
No puedo hablar pero ella entiende todo. Ignoro cómo lo hace. Me dice “ es
normal”.
-¿Cómo va a
ser normal que un muerto reviva? –pienso pero no digo nada. No me conviene.
Prefiero creer en Nené.
Con la
alegría de siempre, me muestra la colección de ataúdes. Hay un montón. Están
parados uno al lado del otro, apoyados en la pared. Las luces resaltan sus
hermosos colores y los laqueados perfectos. Los hay caobas, tostados y unos
casi negros con herrajes lujosos.
También hay
una serie de vitrinas pero no entiendo para qué son o qué es lo que muestran.
No importa. A Nené nunca le importa nada realmente. Va por la vida así,
livianita. Me pregunto cómo hace. Finjo
que está todo bien y se desacelera el ritmo de mi respiración. ¿Todo bien dije?
Miro de reojo hacia la calle. Y si, parece que nadie ha reparado en el asunto.
Me despierto
de golpe. Ya es de día.
miércoles, 13 de julio de 2016
La plata no cae de los árboles.
Ezequiel Arriaga había leído mucho pero no sabía nada de
literatura.
Sus autores preferidos
no eran poetas ni novelistas. Mucho menos filósofos o científicos, sino
escritores con trayectorias incomprobables que contaban su patrimonio por
millones y cuyos libros ocupaban los lugares más expuestos en las librerías de
moda de los mejores shoppings. Sus lecturas trataban sobre el pragmatismo
necesario para alcanzar la única finalidad de su vida: hacerse rico.
No vivía lujosamente, eso podía esperar. Tampoco tenía pareja,
solamente compañías ocasionales, porque eso también podía esperar.
Tenía amigos. Cultivaba amistades calculando los posibles
beneficios. Sinceramente creía que todas las amistades se entablaban por
interés. No compraba el discurso de las almas gemelas ni eso de ponerse en el
lugar del otro. Lo juzgaba de una enorme hipocresía generalizada. Simples
remilgos que encubren los verdaderos objetivos de todo el mundo: hacerse rico.
Comenzó a trabajar como gestor, aprovechando al máximo la
libertad de movimientos que esta actividad le permitía.
Recorría el sur del conurbano en un auto importado. Era un
modelo viejo. Lo suficientemente antiguo como para no tentar a los ladrones y
lo bastante lujoso como para no olvidarse de su meta: hacerse rico.
De apariencia seductora, era muy joven aún, razón por la cual se vestía con un estudiado
estilo clásico. Lo juzgaba necesario para generar mayor confianza.
Estaba siempre atento
a las oportunidades que ofrece la calle para el ojo entrenado: los contratos de las empresas de servicios
públicos, los riesgos, las necesidades de préstamos; los intersticios legales, fuentes de ventajas que siempre aparecen como consecuencia de los contactos apropiados. En fin, todo
aquello que lo acercara al fin declarado de su vida: hacerse rico.
Cuando hizo pie en el terreno del tráfico de influencias,
cenagoso para la mayoría, arremetió con el discurso político, muy conciente de que
la consumación de su anhelo era más bien
compatible con la anti-política, es decir: hacerse rico.
En los círculos en los que se movía, se daba por sentado que
la Historia del mundo había finalizado. Lo decía uno de sus libros de cabecera.
Esa trama forjada con sueños,
desengaños, consensos y exterminios se
había terminado; que ya no había lugar
para mayores discusiones y que las utopías habían mutado hacia un horizonte más
individual y promisorio: hacerse rico.
En este escenario de puro presente alguien como él , tan
adaptado a la realidad de los nuevos tiempos, encajaba perfectamente en ese
lugar en el que se toman las decisiones y al que iba acercándose con cautela
pero con la convicción del experto arquero que sabe que dará con su flecha en el
blanco. Un blanco decidido desde siempre: hacerse rico.
La facilidad de palabra de Ezequiel - ¡Después de todo había
leído mucho!-, sus relaciones, cierta ductilidad para participar de los grupos
adecuados, lo fueron posicionando como un candidato con posibilidades. Era un desconocido, es cierto. Pero como tenía
el don de resolver las situaciones complejas a su favor se presentaba como alguien incontaminado por la vieja política. Esa
política desprestigiada que estaba tan consagrada, igual que la nueva, a una
pertinaz obsesión: hacerse rico.
No sin algún traspié, inevitable cuando se incursiona en
territorio de barones suburbanos, y con deudas originadas por lo mismo, logró
que su nombre apareciera en la lista de concejales del partido político, que
según las encuestas estaba más cercano a las preferencias de la “gente”.
El hecho de que fuera suplente no lo desanimó, al contrario.
Después de todo, ¿Cuántas veces había fracasado Thomas Alva Edison hasta dar
con la famosa lamparita? También él esperaría su turno aunque su intención no
era alumbrar al mundo sino hacerse rico.
Su lista ganó las elecciones.
Fuese por la intensidad de su deseo o porque la candidata que
lo antecedía en la lista era la amante del gobernador electo, lo cierto es que
la señora renunció a su puesto para
ocupar un cargo en el gabinete provincial. Ezequiel se convirtió en el concejal Arriaga.
Había llegado al Concejo Deliberante en su primer intento.
Debió admitir que tal
vez era demasiado para él.
El municipio en cuestión
estaba ubicado muy cerca de los grandes centros fabriles del primer cordón del
conurbano y se extendía casi hasta el comienzo de los campos eternamente verdes.
La influencia política
de su partido llegaba entonces hasta el límite con ese paisaje que parece tan natural para los desprevenidos. y que sin
embargo era considerado artificial y
peligroso por los molestos militantes
que atentaban contra los intereses de
quienes aspiraban a ser ricos.
Los potenciales negocios fluían en forma de expedientes:
contratos de obras públicas, permisos para la radicación de fábricas y centros
comerciales, pedidos de excepción para
construir torres en lugares otrora residenciales, tercerización de servicios
básicos.
Los proyectos de
ordenanzas iban y venían en una danza
agotadora de esgrima verbal, cintura política y oportunismo. El intendente no
necesitaba concejales sino más bien arietes para aplastar toda posible
oposición. Con la convicción y la fidelidad de un converso, él ocupó todo el
espacio que pudo en el camino que, aunque sinuoso, tenía una única dirección:
hacerse rico.
En su afán por proteger todos los flancos, pronto entendió la
conveniencia de acercarse a los
sindicatos. Porque a pesar de las apariencias, era fundamental tenerlos como
aliados.
Y si bien la Historia se había terminado, a él siempre le
había parecido provechoso conocerla. Tal
vez ese conocimiento le sería útil. Y así
fue como aprendió que los lazos familiares funcionaron durante siglos
como reguladores en el juego del poder. Por lo tanto creyó que una búsqueda en
ese sentido no sería del todo insensata dado su interés, -precedido por
blasones de toda laya-, de hacerse rico.
“Quien busca encuentra” sentencia el dicho popular, lo que
traducido al dialecto new age, quiere decir que todo en el universo vibra y las
personas que emiten una misma vibración, se atraen.
Lo cierto es que la
hija del Secretario General del Sindicato de Empleados Municipales se casó con
él. Fue una alianza acertada y no exenta de cariño, efectivamente. Después de
todo tenían en común la motivación de sus vidas, es decir, hacerse ricos.
Habían pasado unos pocos años desde su desembarco como arribista al conurbano. Era el momento
de establecerse.
Proyectó la construcción de
su casa; lo suficientemente
cómoda como para satisfacer sus anhelos pero sin el lujo obsceno que ostentaban
las casas de otros dirigentes, tal vez menos inteligentes.
Los verdaderos activos
de Ezequiel no estaban a la vista.
El tiempo que invirtió en su carrera entre comercial y
política fue agotador.
Por supuesto que había
valido la pena, pero ahora se imponía cierto alineamiento con lo que era común
a todo el mundo. Es decir, adoptar los convencionalismos que hacen que todo
parezca normal.
Era diciembre, el mes
de las fiestas.
Ahora sí, había llegado el momento de contactar a su padre a quien no veía desde hacía mucho e invitarlo a
su hogar. Se sorprendió cuando le avisaron que estaba internado. Nada grave,
una descompensación como consecuencia del calor. En nochebuena ya estaría
repuesto seguramente.
Entonces, como faltaba poco para el 24, se dedicó a preparar la celebración.
En un momento de
debilidad cedió a la tentación de los adornos costosos que engalanaron su casa.
Hizo colocar arreglos navideños, con
hojas verdes y esferas rojas y doradas,
en todo el parque. En la superficie de
la piscina de fondo turquesa ubicaron velas flotantes. En el pino más grande,
luces azules se desvanecían como lágrimas desde las ramas más altas.
Después de todo era la
primera vez que su padre salía de la capital para verlo, tan reticente como
siempre fue para acercarse al gran Buenos Aires, lugar considerado por el viejo
como la suma de todos los males.
Ya fuera por las obligaciones, el entusiasmo por los
preparativos o la falta de costumbre de cuidar a otro, la cuestión es que
Ezequiel ni siquiera se planteó la posibilidad de ir al hospital. Después de
todo, no era más que un malestar propio de un hombre de edad. Tal vez por eso,
el llamado telefónico fue un golpe descomunal e inesperado en la tarde previa
al encuentro.
Su padre había muerto.
Se quedó sentado en la amplia galería con pisos de mármol color miel, con el celular en la mano, incapaz
de moverse, respirando con dificultad. Un sudor frío brotó de su frente.
Entonces, sintió un
malestar desconocido; una puntada en el pecho.
Miró alrededor como
para encontrar evidencias que lo trajeran de nuevo a su realidad, para
aferrarse a lo suyo.
Pero solo sintió
vergüenza por ese entorno que súbitamente había perdido sentido y que ahora
parecía tan desubicado como un escenario con cortinas de terciopelo rojo
plantado en el medio de una feria de barrio.
Lo aletargaba el
zumbido del comprensor que alimentaba la figura inflable de un reno de dos
metros con ojos estúpidos que, no
obstante, parecían interpelarlo.
El jardinero que trabajaba en el parque, extrañado, apagó la
bordeadora para escuchar lo que creyó un lamento prolongado de su patrón. Sólo
atinó a gritar:
-Señora, venga rápido!
-Señora, venga rápido!
Alarmada por los gritos de su empleado, la hija del
sindicalista se acercó y azorada escuchó
los gemidos de su marido, quien ajeno a
todo, se perdía en una sucesión de
sensaciones que iban desde la rabia hasta el viejo desamparo que había sentido
en numerosas noches de niñez temerosa, en las que era necesario inventarse una
realidad menos sórdida y violenta.
Con desconcierto, la mujer vio como aumentaban los sollozos
descontrolados propios de un chico que hubiera necesitado de una mano firme y
cariñosa que nunca llegó.
Un chico con carencias de escucha atenta y complicidades
filiales, de esas que llenan el alma, fortalecen la autoestima y templan
amorosamente el corazón.
-Por Dios Ezequiel,¿ qué pasa?¿ qué te pasa?
Los espasmos dieron lugar
al vómito, y la mujer, a esta altura desencajada, intentaba descifrar los
balbuceos de su marido, a quien apenas
reconocía y que hecho un bollo en el piso frío repetía una frase como si fuera una letanía.
-¿Qué decís? No te entiendo!-se desesperaba ella.
Y él seguía repitiendo
la única manifestación de algo acaso parecido al afecto que había recibido de
su padre. Unas pocas palabras avaras que recordaba en momentos de soledad en los
que hubiera necesitado un beso o un reto.
La frase grabada a fuego en su inconciente y que ahora
afloraba con la violencia y la devastación
del resentimiento.
Ezequiel, ajeno a todo lo que no fuera su propio dolor,
gritó mientras se golpeaba la cara con ambas manos:
-Vos pibe, laburá;
porque la plata no cae de los árboles.
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