Convivencia
Nuestra unión fue
atravesar el mar
de la vida.
Bebiendo el sol a
veces, o
arrancándonos las
medusas
de la piel.
Fuimos la tristeza
del circo,
la bondad del pan
en la mesa.
La escarcha
indiferente y
el estupor de la ira
en el final.
Imaginando historias dentro de la Historia
DE A DOS
Crecimos juntos.
Fuimos raíz,
de esas que hacen estallar la tierra
y nunca ceden.
Fue tu fortaleza terca
que se contaba a sí misma una buena
historia,
que la intuía,
que la deseaba.
Contra todo indicio.
Contra el mundo.
Fue tu pasión inesperada.
Pasión diluvio.
Pasión alud de barro
que se lleva todo puesto.
Abono del suelo.
Nuestro suelo.
Mi experiencia en torno a “Montevideo” de Enrique Vila-Matas
“Montevideo”
propone el periplo de un autor con bloqueo que se regodea anunciando que ha
dejado de escribir y que se nutre de lo mejor de la literatura y del cine como
material para desarrollar su estilo. Como escribió Javier Aparicio Maydeu en el
Decálogo metaliterario de Enrique Vila-Matas, “La materia literaria de su obra
no es sino la literatura misma”.
Me
entusiasmo con las primeras líneas que amagan con relatar las andanzas de un
aprendiz de escritor por “la Paris de los destrozados”. Alguien hastiado por el
vacío interior que lo acosaba en su ciudad natal. Sería esta una experiencia
bastante común y digna de ser contada, porque ¿a quién se la habrá ocurrido
proclamar que la adolescencia es una etapa feliz? Yo diría, más bien, que es un
tiempo bien lleno de abismos. No obstante, me gusta la posibilidad de una
novela sobre traficantes de drogas, siempre atractiva para el morbo, aunque me
decepciono rápidamente. Me pregunto por
qué debo seguir con la incertidumbre de no entender la dirección de este no
relato, o mejor, del relato shandy del que nada conozco, el significado de la
palabra para empezar. Vuelvo al libro, tenso el músculo lector. Y, es entonces
que mi modesta estructura literario-mental (Literatura vieja) se empieza a
resquebrajar.
Dentro del mar de citas de autores de los que
nunca leí nada, brilla una llamita de esperanza porque encuentro algún concepto
que me resulta familiar. Nadie puede aprender y disfrutar a menos que posea una
idea previa en la que pueda, a modo de tierra fértil, sembrar algo nuevo. Y yo
la encuentro felizmente. No todo está
perdido, porque sí leí “La puerta condenada” de Cortázar y también escuché
hablar de las” Seis propuestas para el próximo milenio” y sé la importancia que
tuvieron para la evolución del cine los Cahiers du Cinemá. No estoy a ciegas,
después de todo. Dos coincidencias más vienen en mi ayuda. Vila-Matas confesó que no pudo con Rayuela ni
con la Maga. ¡Y yo tampoco! Además, también cierro la puerta de una habitación
de mi casa poco frecuentada, salvo por la una presencia de la cual nada quiero
saber.
Avanzo en
la lectura desmalezando el bosque de mi ignorancia, como Tabucchi abriéndose
paso en “una selva de bebedores” convocados en una fiesta en Barcelona. No es
suficiente aún. Nunca leí a Tabucchi y acabo de citarlo como si fuera una
experta. Entiendo que debo esforzarme un poco más. Ir al hueso de Montevideo,
porque si es cierto que toda experiencia es digna de ser contada, entonces el
vacío, el no escribir, aquello que Vila-Matas no asocia nunca al ocio creativo,
también es digno de mostrarse. Voy en busca de Melville y su “Bartleby, el
escribiente”. El “Preferiría no hacerlo” me indigna, me irrita, aunque no tanto
como la paciencia de su jefe. Y tomo conciencia de la enorme veta literaria del
asunto. Un libro sobre las renuncias.
"Montevideo" no es una novela que pueda aburrir contándolo todo, como decía Voltaire, porque no da cuenta de un relato tradicional, su materia “es” la propia literatura. Y es cierto que esta obra se despliega desde lo nodal (la no escritura) a la periferia y exige que deje el texto y vaya a buscar la película de Herzog y me maraville con esos artistas de la cueva de Chauvet cuyas obras soterradas nos hablan más del Homo Spiritualis que del Homo Sapiens. ¿Es acaso Montevideo un ensayo sobre el paleolítico? No, pero la “Cueva de los sueños perdidos” nos habla más de nuestra naturaleza y nos conmueve más que muchas novelas. Ahora entiendo la razón por la que Vila-Matas nos habla de ella.
Tal vez
haya que encarar la lectura de esta no ficción, o ficción-ensayo con espíritu
shandy, (ahora sé lo que significa) y simplemente dejarse llevar y disfrutarla.
Recorrer las calles tranquilas de Montevideo tomando parte en la contienda
entre el autor y los integrantes de La Asociación de Presuntos. Aceptar
mansamente el cuestionamiento sobre el origen
rioplatense del tango, o, lo que
le resulta francamente doloroso a mi etnocentrismo: considerar al Río de la Plata desde la
perspectiva de la orilla oriental, es decir, sin referencia alguna a Buenos
Aires, nuestra ciudad reina. Por momentos, confieso, hubiera preferido no
seguir leyendo. De haberlo hecho, me hubiera perdido el recorrido penoso por la
Bogotá de los desencuentros, la Suiza de las bibliotecas con momias, los bares
con párrocos parlanchines y las islas caribeñas habitadas por arañas
conspirativas. También los infiernos con maletas rojas, de esos que invitan a
elevarnos (Dios salve a Madeleine Moore)
Dijo el autor en un reportaje: “Mi obra te gusta mucho o nada, sin medias tintas”. La lectura y la modesta búsqueda que puso en marcha no me habilita aún para ubicarme en ninguna de estas dos categorías. Sin embargo, y dado que Enrique Vila-Matas desarrolló una taxonomía de cinco casillas para clasificar a quienes escriben, me atrevo a proponer una sexta destinada a los aprendices de escritores que agradecemos las complejidades de “Montevideo”. Entro con decisión en esta casilla y cierro la puerta.
Hoy más que nunca compruebo el carácter teatral de lo que llamamos vida. ¿O acaso no estoy asistiendo a una gran puesta en escena? Celebro el hecho de ser una espectadora privilegiada. Y de estar eximida de las emociones y los gestos. ¡Qué alivio! Ya no me pesa el miedo, ni siquiera el miedo al sufrimiento de los seres amados. Ahora sé que todas las religiones y creencias que tanto me han interesado tienen razón; el catolicismo, los pitagóricos, la kabbalah, los toltecas y el chamanismo. Hasta ahora la vienen pegando.
Sí, ya sé q
Con la
familia no fue tan distinto. También los sometí a la disciplina cuartelera…. hasta
donde me dejaron. Lo bueno de que tus hijos sean personas felices es que te acomodan
los patitos en la fila. Doy gracias por
eso.
Es lindo ver a toda la parentela junta. Vinieron
primos que casi no conozco, algunos hasta se pusieron zapatos. Caminan
callados, qué raro, lo voy a tomar como un gesto de gran consideración.
Los
que no se cansan de hablar son mis amigos. En voz baja, tapándose la boca igual
que los futbolistas. Van por el senderito gris. Todos juntos. Quienes están
dispuestos a ungir a cualquier cachivache con aspiraciones de Leviatán;
indignados por la resaca plebeya que llena la plaza. Y los otros, nostálgicos de
la holgura que apenas disfrutaron; eternos guardianes de la fiesta en el balcón.
Cuantas veces debimos borrar
publicaciones nacidas de la furia, o mensajitos concebidos durante una tormenta
de cólera. Me gustaría celebrar con ellos la superación de la amargura. No le
dimos el gusto a las redes impías. ¡Triunfamos chicos! Brinden por mí en la próxima juntada.
Llegamos.
Qué lástima. Lo lamento porque fue una linda experiencia transitar el camino
entre el gran pórtico de la entrada y las puertas vidriadas de este salón; que
se entienda
que ya no albergo sensiblería alguna. Siempre me gustó el otoño, solo eso, y el
cielo está despejado y tan cerca. En un instante alguien activará la cinta
transportadora y caerá el telón. Literalmente.
Se me
ocurre que lo más paradójico es haber pasado tantas horas en el gimnasio en vez
de quedarme en casa tomando mate y comiendo medialunas. Qué desperdicio. Miles
de abdominales al pedo.
“Quiero dar vuelta a la historia”
Paolo Maldini
Oliveira
no daba puntada sin hilo. Después de ese partido en el que le bloquearon el
tobillo y sintió el crujido en la rodilla por la rotura del ligamento cruzado,
entendió que su salvación estaba fuera y no dentro de una cancha. Se dedicó a
entrenar las inferiores con más astucia que oficio. Nadie lo igualaba en eso de
descubrir a los jugadores distintos. Se las arreglaba para detectar picaditos
en cualquier lugar. Por ejemplo, en medio de un pueblo con una sola calle
prendida a la montaña, surtida de tapices y con el olor blando de la lana de
oveja. Sin apartar la vista del potrero que estaba al lado de una escuelita,
Oliveira le dijo a su mujer:
─Mirá
a ese pibe.
─Ya lo vi.
─El de amarillo.
─Ya sé.
─Es
un fenómeno, cuando terminen, voy a ubicar a los padres y…
─Estamos de vacaciones, ¡la puta madre!
─Es un minuto.
En el
campito polvoriento, el puntero izquierdo dejó pagando al marcador y desbordó
hasta el fondo. Tiró el centro atrás. Fue cosa de segundos y el pibe de
amarillo que metió una diagonal por derecha arrastrando a dos defensores. Le
pegó de aire con la zurda y la pelota se le metió al arquerito por el palo
derecho con un efecto raro, de esos que provocaba el Diego. Un tiro imposible
para cualquiera que no tuviera madera de crack. El árbitro, un hombre panzón de
camisa celeste, señaló el centro de la cancha. Ni bien sacaron del medio, los
del equipo del chico de amarillo ─todos con camisetas distintas, o sea, era
difícil saber quién jugaba contra quién─, recuperaron la pelota. Alguien gritó
¡Dásela al Facu! Y entonces el chico de amarillo la paró de pecho bien sobre la
raya y meta caño y gambeta fue apilando muñecos. En la puerta del área se la
jugó mano a mano con el arquero que estaba con la sangre en el ojo y aprovechó
para bajarlo al pibe sin disimulo ni saña. Penal. El Facu acomodó la pelota,
esperó la orden. Retrocedió cuatro pasos y se desplazó un poco hacia el costado.
Miró al palo derecho del arquero, alzó la ceja. Tomó carrera y ni bien el arquerito
se perfiló hacia ese lado, le pegó de lleno con el empeine. Fuerte y limpio, el
tiro rozó el palo izquierdo y fue a dar contra la red. Los compañeros del Facu estallaron
de alegría y lo llevaron en andas hasta el círculo central.
Los ojos del pibe, de un verde insólito,
brillaban de júbilo. Si hubiera usado turbante, lo habrían confundido con un
poblador de las montañas de Afganistán. Pero los cerros que rodeaban su pueblo
eran más amigables. Compartían los tonos ocres de sus rocas con las casas y la
comida de la gente.
─Usted sabe que este chico tiene un don
especial. En Buenos Aires puede llegar a ser un gran jugador─ Oliveira ubicó al
padre y le costó bastante convencerlo: tres viajes a la quebrada y la promesa
de cuidarlo como a un hijo.
Al Facu lo instalaron con otros chicos en una
pensión blanca y ordenada. Entrenamiento
a la mañana, escuela a la tarde y gimnasio tres veces por semana. El resto era
dormir y penar. El día del examen físico para la inscripción oficial lo
despertaron muy temprano. Lo vinieron a buscar a él y a tres chicos más de la
pensión.
El
viaje en tren fue tranquilo, pero en la escalera mecánica del subte, Facu se
tropezó. Los compañeros lo cargaron sin piedad. La sangre le subió a la cara y
aguantó con los dientes apretados. Entraron al vagón y lo dejaron en paz. En la
estación siguiente subió una mujer embarazada. Vendía curitas. Tenía el cuello
muy largo y se le notaban todos los huesos de la cara, como si no tuviera
carne. Facu no le podía sacar la vista de encima. Ella se fastidió y le sacó la
lengua. Otra vez las risotadas de sus compañeros, otra vez la vergüenza. En su
pueblo nunca había visto una señora así, tan sola y tan pobre.
Cuando salieron de la estación, el tránsito alterado
del Centro lo aturdió. Enseguida entraron a un hospital enorme y lleno de gente
haciendo filas en los pasillos. Le extrajeron sangre. Fue el último en entrar y
se mareó, pero no dijo nada y solamente salió tanteando la pared para no
caerse. Después le hicieron una placa de tórax y se puso nervioso porque no
sabía dónde dejar su ropa y el radiólogo que lo apuró y que le dijo “Esperá acá”
y el chico que dudaba entre vestirse o quedarse así. Después de un buen rato el
tipo volvió a aparecer ─”¿Todavía no te vestiste?”─ y le entregó la radiografía
con la orden de llevársela al médico que le iba a hacer la revisación.
Facu
salió de la sala de rayos y ya no supo para qué lado caminar. No veía a nadie
conocido. Llegó hasta el hall del viejo hospital. No estaba seguro de haber
pasado por ahí antes. Subió y bajó las escaleras de mármol gastado varias
veces. Miraba las flechas que ordenaban el tránsito resignado de la gente pero
que no tenían sentido para él. El tiempo pasaba y cada minuto se asustaba más.
Salió por una puerta enorme que daba a un lateral del edificio. En una especie de vereda amplia, había
andamios y materiales de construcción, pero nadie estaba trabajando. Se sentó
en el piso, rodeó sus piernas fibrosas con los brazos y hundió la cara entre
las rodillas. Estaba enojado y triste.
Lloró mucho.
─
Seguro que Oliveira me manda de vuelta…
Pasó
media hora así, sin saber qué hacer.
─
¡Acá está, acá está! ¿Dónde te habías metido boludo? ─Los otros chicos gritaban
y se reían.
Se paró de un salto.
─ ¡Ehhh viejo, por fin! ¿Tanto tiempo tardaron? ¿Cuándo nos vamos a
comer? ¡Estoy cagado de hambre! ─ dijo Facu mientras esquivaba la mirada del
entrenador.
El Facu, con cara de ofendido y el mentón bien
arriba, pasó sacando pecho entre todos como un delantero después de meter el
gol olímpico de su vida en tiempo de descuento.
Oliveira
primeo respiró con alivio y después tuvo la certeza de que no se había
equivocado.
VARENIKES AMARGOS
Los vecinos le comunicaron a Carmen que debía
empacar las cosas de Irina, la mujer que había vivido toda la vida en la casa
lindante con la suya. Y no solo eso, ninguno de ellos estaba autorizado a
ayudarla.
─Dejá las cajas en la puerta, nomás. Ya arreglamos con el
Ejército de Salvación.
─¿Con quién?
─No importa. La Rusa dejó todo por escrito
La vida de
ambas había estado ligada por una especie de antipatía sin razón. Ni siquiera
estaban separadas por alguna oscura rivalidad ancestral. Irina ─que era capaz de escupir a quien la confundiera con una rusa─, odiaba a Stalin porque había hambreado a los campesinos
ucranianos varias generaciones atrás. Carmen era capaz de irse a las manos si
alguien hablaba mal de Franco, el Generalísimo, y todo porque los Republicanos
habían desparramado los huesos de una tía suya que había sido monja. Y porque
se habían dejado fotografiar, sonrientes, al lado de sus despojos sobre las
escalinatas de un convento en Toledo. Las dos mujeres, sin embargo, habían
nacido en el Conurbano, en casas con terrenos largos, donde brotaban zapallos
entre los yuyos. Las dos se habían quedado solas. Sobre todo después de la
muerte de Manuel, el marido de Carmen. Sabían, de una manera difusa, que se tenían la
una a la otra.
─Lo que pasa es que la Rusa me tuvo envidia toda la vida.
Carmen se
levantó temprano. Tomó unos mates en el fondo, mientras hacía que buscaba
hormigas. No iba a ser un día como cualquier otro. Tenía las llaves del cielo
en el bolsillo del delantal. Iba a entrar al santuario de la muerta, el lugar
que le fue siempre negado. ¡Qué placentero resultaba descubrir sus secretos!
La cuadra
estaba desierta. Ella tuvo la sensación de estar cometiendo un delito. La llave
entró sin problemas en la cerradura bien aceitada. El olor a encierro le provocó rechazo.
─Y claro, toda la vida con las ventanas cerradas, a oscuras,
como gata mala.
Levantó las persianas. Unos tubitos de
luz atravesaron el aire lleno de pelusas. Sobre el sillón ajado resplandecían
unos almohadones con fundas de algodón blanco, primorosamente bordadas con guardas
rojas y verdes. En las paredes, fotos de Irina niña, con una corona de flores
en la cabeza y cintas de seda cayendo sobre el pelo rubio. La mujer amontonó en
una caja la vajilla escasa y las ollas. Recordó la única ocasión en que Irina
había sido amable y la había pasado un plato de varenikes de papa por encima
del alambrado. Había sido el primer domingo después del infarto mortal de su
marido.
Carmen siguió con el dormitorio.
Pilas y pilas de manteles y carpetitas repetían los diseños coloridos del
comedor. Guardó todo en bolsas. Después
recorrió los muebles con la vista por si se olvidaba algo y lo vio. Sobre la
mesita de luz, el portarretrato enmarcaba la foto de Manuel tumbado sobre los
almohadones del viejo sillón, radiante, con una expresión que ella no le
conocía. Feliz.
Celeste:
Me cansé de que no
respondas las llamadas y le pedí la compu a Guillo para escribirte porque la
mía se murió. Sí, como si tuviera pocas cosas que arreglar gracias a vos.
Es muy raro no saber dónde estás. Me
desconcierta. Supongo que estarás bien, las malas noticias llegan volando.
Igual es un bardo que tu hijo no sepa por donde andás. Que no me digas a mí,
bueno, lo entiendo. Pero a Guillo… me tendrás confianza como padre, ¿viste?, en
el fondo no soy tan basura.
Te quería avisar que mandé a
Luis, el pintor, para que arregle la humedad en la cocina del departamento. Esa
es otra. Yo no tenía problema en dejarte la casa, pero vos, no sé, te pusiste
terca. Y bueno. Cuando puedas decime dónde guardabas la aspiradora. La señora
que viene a limpiar no la encontró. Y la tabla de planchar. Guillo dice que la
ropa ya no se plancha. Será la ropa que usa él, porque a mí los pantalones me
gustan con la raya bien marcada. Bueno, creo que eso es todo.
¿Te fuiste a Mar del Plata? Ojo con salir a correr por la rambla con este
frío. Ahora que estás a tus anchas, te despertarás a la madrugada y no tendrás
que esperar a que yo me levante para empezar el día. ¿Cómo era eso? Ah, sí. Lo
del búho y la alondra. Qué loco. Ya fue. Eso no era lo que importaba.
Veinticinco años no se tiran por la borda por esas boludeces. Pero vos los
tiraste y yo no lo vi venir. Te juro que no. No me diste tiempo, se nota que lo
tenías recontra estudiado y que yo estaba en otra cosa. Como siempre. No digo
que te fuiste por eso. Me imagino muchas cosas más. “Guillo ya es un hombre”,
dijiste. Y la verdad que no, que parecemos dos tarados en la sobremesa sin
saber qué decirnos. Eso fue los primeros días. Veremos si nos acomodamos de a poco.
Ahora cenamos sin mirar la tele y eso que yo tengo que estar informado. Ponemos
música como a vos te gusta. Te hicimos caso. Te tengo que dar la derecha en
eso. En la cuestión de la política no. Me sacó mucho tiempo, pero vos sabés que
es mi pasión. Soy un militante y cuanto peor me va en las urnas más empeño
pongo en el trabajo con la gente, escuchando sus reclamos, estando en la calle.
Entiendo tu cansancio, pero no lo comparto. A mí también me costaba hacer mi
vida sabiendo de tu hartazgo. Llegar tarde entusiasmado por una reunión y no
tener con quien compartir nada porque vos ya estabas dormida. Nunca te interesó
esa parte de mí y resulta que es lo mejor que tengo. Veinticinco años es mucho
tiempo. Yo también estoy cansado. Igual, te agradezco la paciencia. Hiciste un
buen trabajo con nosotros. ¡Qué ironía! Justo vos que te quejabas de no tener
una carrera. Tenías razón. Ahora podés ser lo que quieras. Te sobra capacidad
aunque no sepas bien cómo seguir. Por lo menos eso es lo que me dijiste antes
de irte. Lo que sí sabés es que ya no me querés a mí. De eso no tenés duda.
Cuando me lo dijiste casi me muero ¿Te acordás cómo me subió la presión? Pero
ahora creo que yo tampoco te quiero así, como antes. O como nunca. Después de
todo ¿Qué es querer? Si es desear el bien del otro, y afligirse si le va mal,
bueno, entonces te sigo queriendo. Así como quiero y me intereso por los que
más necesitan asistencia. Así como quiero a mis compañeros de lucha. Pero si amar es más que eso, ahí no estoy tan
seguro de amarte. Yo no podría renunciar a quien soy. Vos renunciaste a tu vida
por mucho tiempo y fue noble, y te valoro y admiro por eso. Espero que encuentres algo que te apasione.
¡Solo te pido que no te pases a la contra! Es un mal chiste, no me hagas caso.
Quien te dice que la alegría era otra cosa y
que la descubrimos cada uno por su lado. Yo espero mucho de la vida, ojalá a
vos te pase lo mismo. Contá conmigo siempre.
Abrazo de tu ex, el búho.
Convivencia Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...