lunes, 29 de junio de 2020

AL CÁLIDO REFUGIO DE LOS ÑOQUIS


       Los 29 son días de ñoquis pero la artrosis ya no me deja amasarlos. Los mazacotes desabridos que venden en la fábrica de pastas me eximen de seguir la tradición.
       En mi adolescencia, los ñoquis eran copitos suaves que emergían del fondo de la olla perfumando el aire de nuez moscada. Aprendí a hacerlos viendo a mi mamá. Con el tiempo perfeccioné la técnica. El puré tomaba una consistencia cremosa cuando le agregaba los huevos y lo que más me gustaba era condimentarlo con pimienta y queso del bueno. Disciplinarlo todo en un bollo liso era cuestión de paciencia. Incorporaba la harina de a poco mientras mi vieja terminaba de armar los bolsillos de los pantalones que iba a coser al otro día. Había que dejar reposar la masa un rato y después, entre las dos, la separábamos en tiras y cortábamos los pedacitos  que  adquirían  identidad de ñoqui al pasar por el tenedor.  La salsa tenía que llevar carne sí o sí. En contra de todo criterio saludable, le entrábamos al frasquito de la conserva y resultaba un estofado denso, oscuro, que nos redimía de cualquier humillación.
     Cada  29 nos juntábamos a comer con Vilma, una amiga de la infancia de mi mamá quien vivía a diez cuadras de nosotras, también separada y con una hija. Un mes en la casa de ella y el mes siguiente en la nuestra.
     Una noche, íbamos caminando hacia su casa, rogando que hubiera hecho la salsa 

boloñesa que era su especialidad, cuando al llegar al campito donde los chicos del barrio 

jugaban a la pelota, mi mamá se paró en seco y me señaló hacia arriba.  Contra el cielo

 oscuro giraba un óvalo blanco, resplandeciente, del que partían haces luminosos de 

colores. A los pocos segundos, se elevó y lo perdimos de vista. Cuando nos repusimos del 

susto, apuramos el paso hacia  a lo de Vilma. Por un tiempo, no quisimos salir de noche, 

pero a los pocos meses volvimos a la rutina de la alternancia. También empezamos a 

hacer postres. El 29 de noviembre de 1976, me tocaba hacer flan casero. Al mediodía, a 

pesar del calor, herví la leche y el azúcar, batí los huevos, preparé el caramelo.  Como a 

las nueve, partimos con la flanera envuelta en un repasador nuevo, de ésos que se usaban 

para las visitas. Aunque el aire era sofocante, los vecinos  habían abandonado la 

costumbre de sentarse en las veredas.  El barrio estaba desierto como en el invierno más 

cruel. Cuando faltaba poco para llegar, dos autos se atravesaron en la calle. Enseguida, se 

bajaron varios tipos de civil con fusiles. No nos vieron. A los golpes, tiraron abajo la puerta 

de una casa. Sentimos un griterío infernal.
    ─Es un operativo, algo habrán hechodijo mi mamá para tranquilizarme.
      Nos quedamos pegadas a la pared y desde ahí vimos como los tipos arrastraron a un muchacho que gritaba su nombre antes de que le aplastaran la cara contra el techo del auto. Nosotras estábamos paralizadas. Uno de ellos nos descubrió. Yo me hice pis aferrada a la flanera. Él dudó, después nos gritó “Circulen” y mi vieja me arrastró con ella. Al llegar a la esquina corrimos como locas. El flan se deshacía en el molde y  los pedazos  se resbalaban por mis pantalones. Llegamos a lo de Vilma y golpeamos con desesperación. Ella abrió la puerta. Desde la cocina llegaba el aroma penetrante del laurel.
       ¿Pero qué pasó? ¿Otra vez vieron el plato volador?
   Nosotras la empujamos,  cerramos la puerta con furia y empezamos a llorar a los gritos.

  Convivencia   Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...