martes, 28 de septiembre de 2021

 

                                   

La ciudad equivocada

                                                                       




                                                                 Oigan señores lo que digo, el dueño de esta capa

                                                                  busca su lengua por el río.

 

                                                                         Liliana Bodoc, Memorias impuras                                                                        

 

 Me resulta doloroso destronar a la Reina del Plata, la ciudad donde nací. Es la conclusión lógica de mi trabajo, la búsqueda incesante de la verdad.  A veces me abruma el peso de la misión que me impuse y caigo en el desánimo. Llego a creer que José no existió y que no vale la pena seguir investigando y arriesgar mi prestigio de historiadora y hasta mi vida por un espectro deshilachado en el tiempo.

¿Quedarán testimonios de la Comarca Alada? He visto documentos que proyectaban un destino de gloria para la ciudad ambarina, pero ¿por dónde empezar a buscar sus cimientos, en qué valle, sobre qué ladera? En cambio, la altivez de Cuzco sí que existe. Yo sé que debajo del barniz mundano subyace, latente, el plan maestro de la revolución que aún no fue.

 Mi convicción se afirma en el estudio. Pasé mucho tiempo hurgando viejas actas en el silencio amurallado de los archivos. Aprendí a leer el clamor de la tierra opacado por la jerga venal de los leguleyos. Y también sé que el hombre que me obsesiona vivió lo suficiente como para activar el mandato del Sol. José de Balbastro y Cápac era mestizo en los papeles nomás. No tenía ni una gota de sangre que no fuera americana. He soñado con su perfil de guerrero y con el voluptuoso curso de su cabello.

 La madre de José descendía de Atahualpa. La habían casado a los trece años con un Virrey enclenque para frenar la sublevación de los pueblos que amenazaban con bajar a Lima. Ella se vengó eligiendo al padre de su hijo entre los machos más recios de su estirpe. “Están ciegos” susurraba la princesa al lado de la cuna. Fue ella quien inició al niño en el arte de la simulación; a su tiempo, lo instruyó sobre el secreto que aún guardan las montañas. Luego se hizo monja para vivir en la lisura de un convento. Yo estuve en su celda, respiré su aire, liberé su memoria.

  José creció entre hidalgos y curas, y cuanto más adaptado al latín y a los buenos modales, más dispuesto estaba a torcer el destino de su pueblo. El nuevo rey de España, que también era un verdadero líder, quiso conocerlo y hacia Madrid se fue mi José ¿Cómo no sospechaste que el mar sería tu sepulcro?

Yo también conozco el secreto manchado de sangre. En las entrañas de la Cordillera late el potencial de la fortita, un metal único por sus propiedades. Se sabe que es producto del enfriamiento del universo, diez mil millones de años después del Big Bang. La fortita fue descubierta de manera casual cuando los pueblos originarios de Sudamérica buscaban minerales para usos sagrados y es posible que el control de esos yacimientos fuera la causa principal de la expansión del Tahuantinsuyo. A la llegada de los españoles los Incas lo estaban probando para la producción de armas y utensilios de labranza. Los sucesos de Cajamarca y la posterior caída del Imperio truncaron los planes. Hay evidencias de que la fortita podría dinamizar notablemente la exploración espacial en curso.

            Ahora mi tesis tiene el respaldo que buscaba. Ya puedo empezar a escribir sobre el fraude más grande de la Historia. José de Balbastro y Cápac conocía el secreto de la fortita, y confiaba en Carlos III, el rey alquimista. La dinastía de los Borbones había tomado el poder en España a comienzos del siglo XVIII. Los nuevos monarcas eran portadores de ideas innovadoras. Proyectaban dividir el inmenso territorio americano, fundar nuevas ciudades en puntos estratégicos, terminar con la corrupción de los funcionarios que eran reacios al control y a la decencia. José tenía una propuesta para Carlos III:  la creación de un nuevo virreinato sustentado en la potencia de la fortita, la roca prodigiosa.  Había proyectado una nueva capital, la Comarca Alada, un enclave moderno en el corazón de la cordillera de los Andes llamado a ser el centro de un imperio industrial. José había estudiado el proyecto de un joven patriota del sur y proponía un gobierno mixto, con fuerte presencia local. Carlos III lo esperaba para diseñar juntos el futuro.

             El verdadero poder jamás admite cambios, y nunca pierde. Las logias activaron sus ritos nocturnos; los matones de El Pórtico ejecutaron sus órdenes. José Balbastro y Cápac se embarcó una mañana en las costas acantiladas del Pacífico. La navegación despejó sus dudas. Se sabe que terminó de escribir un plan operativo y que esa noche aciaga festejó bebiendo un vaso de chicha. Luego, las convulsiones lo tumbaron. José se moría; los labios blancos, los ojos negros sublevados. Su cuerpo, luz ancestral, doblegó el ímpetu de las olas que lo acogieron.  Algún día iré y arrojaré flores en el mar, mi querido. Por lo pronto, debo escribir para redimir el orgullo andino de tu capital malograda, porque los dueños del mundo ya tenían sus telares y sus trenes y sus huestes miserables. Les urgía controlar nuevos mercados y no iban a permitir que ninguna Comarca Alada hiciera prosperar a tu gente. Sí, así se concretó el fiasco más grande de la Historia. Buenos Aires, la ciudad equivocada, fue ungida como capital del nuevo virreinato.

 

 Los asesinos de El Pórtico vienen por mí, pero yo debo llevarme la última imagen de mi tierra antes del exilio, ¡qué precio tan alto debo pagar!

 Desde el río, la vista es deliciosa.

  

           

 

 

miércoles, 4 de agosto de 2021

 

TU HUERTA JARDÍN

                                              A la memoria de Beba Muiño, mi mamá.




La tierra seca es más obstinada que la memoria.

Con el tiempo, las imágenes se disipan y ya no sé

si algo es verdad.

O lo inventé.

 

 El suelo está compacto, sin el agua

que le negamos por llorarte.

El pasto se agarra tan necio.

No hay poder que lo mueva.

 Dar vuelta las macetas y moler los terrones. Eso.

Hace falta la voluntad

que yo no tengo.

 

Polvo marchito y yuyos.

La tormenta explota y riega los tallos muertos

como vos.

La azada de metal es tu mano

saludándome

por las tardes.

 

 Escarbo entre las piedras caprichosas.

¿Cómo habrán llegado ahí?

La azalea respira, la glicina se yergue. Agradecen.

La araucaria no está sola, pobrecita.

Yo sí.

 

 

Malvones anticuados.

De jardines y de gentes que partieron.

Blancos, rojos.

 No me animo a desterrarlos.

Siguen su ordinaria vida.

 

Un limonero joven,

 desorientado en la altura.

Me ilusiono con él,

insensata.

Un cerezo agobiado de ausencia.

Y yo soñando con sus flores blancas

de postal japonesa.

 

Semillas.

Dispersas sin orden en la grava.

En el humus.

Diminutas, volátiles

¿Sabrán su oficio?

Incrédula mujer,

 me reprocho.

Abono y agua.

 

Tiempo de espera.

La tierra es mi amiga ahora.

Sin agravios.

 Giro con ella, y espero,

con fe.

Con la fe que había perdido.

 

 Brotes, apenas promesas.

Un poco más de sol.

Dos hojitas.

Todo un mundo nace de ellas.

Iguales.

 

Los días las separan

y ya no se parecen.

Las de tomate pavonean

 sus bordes aserrados.

Las de acelga, tan simplonas.

Humildes, cotidianas.

 

El cilantro se complace en confundirme.

El eneldo ¡Tan sutil!

Los melones avanzan,

en guerra ancestral

por el espacio.

 

Lavandas y caléndulas

mezcladas por ahí,

guardianas eternas del polen.

Un girasol mercenario

perdió su brújula.

 

Las arvejas se enderezan y suben,

como el miedo en mi cuerpo.

La albahaca perfuma,

como tu recuerdo.

 

De la poda sobrevive

un gajo del rosal.

Igual que los naipes,

confía en la fortuna.                                

 

La regadera, incapaz, mezquina,

ignora la flojera

de las ramas.

Las abandona

a su suerte.  

 

¡Pronto, que avanza el mediodía!

Y un manantial citadino

 arrolla en la manguera,

torpe,

igual que los pies de un adolescente

que ha crecido sin saberlo.

 

Las lechugas agitan

promesas de un lago verde.

Los cebollines ensayan su esgrima

y se quiebran en lo alto.

 

Simientes en letargo,

como la revolución,

recelan sus nativas latitudes.

Y me castigan, como el destino.

Quién sabe si laten en lo oscuro,

 hasta plegarse sobre sí mismas

 y morir de sed.

 

El consuelo de la noche

compone y tonifica.

Un gato, del color maldito,

negado tres veces,

retoza en los bancales,

vengativo.

Se desquita, se solaza

en el bálsamo del silencio.

 Duerme en los surcos indecisos

Y profana

esta huerta jardín

que ha salvado del olvido

tu presencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 12 de julio de 2021


Gracias a la Universidad estatal de Nueva Jersey, EE.UU, por incluir el cuento "Mi vida con Tito" en el último número de la Revista Yzur.

 https://yzurlit.wordpress.com/


sábado, 17 de abril de 2021

 

LOS AMANTES







 

 La edad de las estrellas

   La asimetría de mi cara me disgusta.  El ojo derecho es más grande que el izquierdo.   Tengo el cabello más lacio de un lado que del otro. Antes era indomable; sinuoso como la cordillera vista desde un avión.  Ahora se desvanece, incrédulo, de puro flojo. “Violeta, el pelo también envejece” me dijo el médico, lo más tranquilo. Joven pájaro de mal agüero, ¡bien que se le dilataban las pupilas al rozarme! Junto a él, las estrellas de mis noches brillan más que todos los cielos de la infancia.

Aprender del río

   Violeta cree en cierto tipo de inmortalidad. Dice que hay que aprender del río que deja de ser él mismo y se entrega manso al océano para volver al cielo y renacer más sabio. Y al decir esos disparates, sus ojos evocan el nacimiento de alguna galaxia solamente suya. Algo tiene esta mujer porque después de hacer el amor con ella, las fibras de mi cuerpo se recrean extasiadas como si flotaran libres en líquido amniótico. Violeta comparte esa sensación aunque tenga veinte años más que yo.  Dice que nos fundimos con el universo, y que eso es bueno porque el universo jamás se equivoca: las mareas se suceden, las semillas saben esperar y los pájaros rara vez pierden el rumbo. Yo sé perfectamente que se debe a la estimulación de las terminales nerviosas y a la secreción de ciertas hormonas, pero ella lo explica de una manera tal que uno recobra la esperanza.  

   Mis amigos me preguntan por qué estoy con una mujer que podría ser mi madre. Me pareció mejor dejarlo por escrito.

 

domingo, 17 de enero de 2021

 

El demonio de Humahuaca

 




  Invoqué la protección de mis ancestros, los guardianes del ser nacional, y asumí la misión.

  Anselmo Ruíz y Calleja, balbuceaba mientras subía penosamente las escaleras que conducían al pie del monumento. Los mocasines marrones, con las suelas castigadas por el uso, resbalaban en las piedras. Llevaba su blazer azul de bibliotecario, pasado de moda, pringoso, con la misma dignidad anacrónica con que el Quijote lucía su arnés por los hirsutos caminos de La Mancha.

   Les rogué a los ángeles arcabuceros de la quebrada que no me permitieran flaquear a la hora del escarmiento.

  Anselmo resoplaba. Tenía la mirada fija en la punta del cerro, incapaz de apreciar los colores de la montaña omnipresente. Para él, hombre de llanura, los ocres y los verdes que le daban marco a las figuras de bronce, solo le producían un rechazo que le nacía en las tripas. Un silbido agudo acompañaba su respiración acelerada. Sudaba. Sacó de su bolsillo un pañuelo arrugado y se lo pasó por la frente lívida. Era una mañana de marzo, el sol calcinaba las piedras y las cabezas de los visitantes que no usaban sombrero. Los turistas se apiñaban en la plaza para ver la salida puntual del santito. A las doce, se abrieron las puertas de la hornacina y la rígida figura de San Francisco Solano bendijo a la multitud. Algunos lloraban. Una vieja copetuda se desmayó o fingió hacerlo. “Agua, agua por favor” se alborotaban sus amigas igual de tilingas. Los aplausos y los vítores se superponían a sus lloriqueos. La mujer terminó levantándose sola; alegó que la energía del santo la había tumbado. Anselmo seguía la escena y su indignación crecía como la mancha de sudor en la camisa de poliéster. La gente seguía la fiesta y nadie reparaba en la actitud extraviada del viejo.

    Hipócritas, veneraban a un santo cristiano y entronizaban a un hereje. Les faltaron el respeto a nuestros héroes; al creador de la Bandera, nada menos. Justo a él, fiel devoto de Nuestra Señora. Debería haber volado este lugar maldito cuando era joven. No pude. Pero todavía contaba con mi viejo revólver. Antes de actuar necesitaba comprobar la maldad de este pueblo que se negó a seguir su destino de grandeza. ¡Qué distinto hubiera sido todo sin demagogos! Llamaron a este engendro “Monumento a los héroes de la Independencia”, y pusieron indios y gauchos mal entretenidos. Y mujeres. ¡Indias ladinas! Tenían razón los amigos que me eligieron para que hiciera justicia. No había vuelta atrás.

  El cielo purísimo de la quebrada de Humahuaca enmarcaba la estatua altiva del jefe omaguaca liderando a su gente. Y un pueblo que lo dejaba todo. La orden de Belgrano había sido implacable: para el enemigo, tierra arrasada. Las figuras de los seguidores de Güemes reventaban caballos y enloquecían a los realistas emboscados en la guerra gaucha. Los jinetes aún hacían retumbar el suelo; los sonidos graves herían el vientre de Anselmo, quién atribulado por la muchedumbre y el calor del mediodía, buscaba el mejor lugar para ejecutar el atentado. La multitud lo llevaba en vilo como una marea vibrante que recreaba el éxodo del pueblo jujeño. De pronto fijó su atención en un niñito. Tendría cuatro años y la carita cortajeada por el frío. Bajaba de la montaña con su poncho de colores. Le habían enseñado a sonreír y a pedir plata. La gente le sacaba fotos como si fuera un cardón o un animalito más de la quebrada.  Anselmo calculó el impacto que tendría matarlo primero. La idea le gustó.

  Los indios se reproducían como conejos ¡Yo tenía que vengar esta afrenta! No me quedaba tiempo. La desgracia me acorraló y tomé una decisión. Que mi Señor me perdone.

  El hombre tanteó el arma que llevaba en el bolsillo amplio de su saco. Buscó con la vista posibles blancos. No sería difícil dejar un buen tendal de muertos. Midió la distancia que lo separaba del niño que sonreía y le apuntó. Lo detuvo una voz que gritaba su nombre:

  ─ ¡Anselmo, no lo hagas!

  Él hubiera preferido que fuera el santo o un arcángel. Toda su vida había deseado conectarse con algún mensajero divino.  Pero no. Era la voz chillona de su mujer que lo había seguido temiendo sus oscuros designios. La vio entre el gentío; vulgar, abyecta.

  Anselmo Ruíz y Calleja levantó la mirada al cielo, apoyó el caño del revólver en su paladar y disparó. Se fue deslizando por el paredón del monumento hasta quedar sentado. Parecía un borracho más. 

 

                                                                     

 

  Convivencia   Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...