sábado, 11 de junio de 2016

De cómo el Laucha Blanca pasó a ser el Lauchón.





Mientras esperaba en la parada,  Ignacio se fastidió porque el colectivo vino rápido. Sin embargo, lo que le dolía era haber perdido su puesto en la Municipalidad.  El nuevo intendente lo había  echado como a un perro sarnoso. A él y a unos cuantos más.
Subió y enseguida se puso a escuchar música con los auriculares ostentosos que se había comprado con el último sueldo.
No eran más que treinta cuadras, pero el paisaje cambiaba mucho. Desde la plaza hasta la avenida que era el límite del municipio, los pozos de las calles se iban agrandando y los autos tenían que hacer maniobras inesperadas para esquivarlos.
Ya no se veían edificios sino casitas bajas: las antiguas, sin otra cosa para mostrar más que sus  revoques con urgencia de pintura; las más nuevas, ostentando sus fachadas de ladrillos desnudos y ventanas sin persianas.
  No había lugar para jardines y en algunas veredas, los vecinos armaban sus piletas de lona compradas con el aguinaldo. Un lujo proletario que era el desahogo de los pibes a la hora de la siesta.
La mirada de Ignacio se perdía en las calles que tan bien conocía pero que había dejado de frecuentar últimamente.
Bajó del colectivo y caminó unos metros.
-Qué hacés viejo- saludó a su padre sin ganas, sin interés, deseando estar en cualquier lado menos en la verdulería, su nuevo lugar de trabajo.
- Hola hijo- respondió Don Mamani, con la voz ronca de tanto dar órdenes desde el cajón de manzanas en el que se sentaba y que parecía el puente de mando de un barco carguero.
-Llegó el Nacho! – dijo casi con alegría su hermana Nancy,  quien con aspecto de Pachamama del siglo XXI, reinaba en la caja.  Desde la fila interminable de clientes que acababan de servirse de las góndolas rebosantes de verduras y frutas,  la miraron con impaciencia.
- Ayudá a los muchachos- se escuchó la consigna breve y terminante de Don Mamani.
“Los muchachos” a saber: El Negro Mamani, hermano mayor de Ignacio,  el Rodri y el Chaco. Los dos empleados  miraron sin entender al segundo de los Mamani, tan diferente al primero como podría ser un vendedor de la Salada y otro del Alto Palermo.
Sin ningún preámbulo, el Negro le lanzó una bolsa de zanahorias.
-Paráaaa…! – atinó a gritar Ignacio, quien cayó desparramado en el piso con la bolsa encima.
-Jaja, se burló el Chaco- este es muy flaquito, parece una laucha.
-Boludo, ¿Dónde viste una laucha blanca? – Dijo el Rodri mientras cargaba dos cajones de acelga y esquivaba a una vieja que acababa de entrar al negocio.
-Acá, este el auténtico Laucha Blanca, papi!- Lo gozaba el Negro.
-Prefiero ser laucha blanca y no rata negra como vos- vomitó Ignacio pateando las zanahorias que ahora rodaban libremente por el piso.
-¿Qué dijiste? Parate y decímelo en la cara, boludo.
-¿Acá no labura nadie, carajo?- Don Mamani se había puesto de pie.
- ¿Quién sigue? – Nancy levantó la voz como para no dar importancia a la situación que se tornaba cada vez más tensa.
Desde la muerte de Rosa, la madre de los tres Mamani, Nancy se encargaba de poner paños fríos cuando el asunto de las diferencias con Ignacio se hacía evidente.
 Rosa y Don Mamani habían tenido un matrimonio matizado por los disgustos y las separaciones.
El hombre viajaba seguido a Bolivia -donde ambos habían nacido - y pasaba largas temporadas.
 A la vuelta de uno de esos viajes, Don Mamani se reencontró con Rosa embarazada de dos meses. En virtud de un acuerdo al que nadie tuvo acceso, el chico que nació, blanco como la leche y de pelo castaño claro, se llamó Ignacio Mamani y nadie en su sano juicio osaba cuestionar la paternidad del hombre.
 Nadie, excepto el Negro.
Y en ese clima de recelo mutuo, del fantasma de lo no dicho, Ignacio volvió a trabajar en el negocio de la familia.
-¡Dale Laucha Blanca, el camión no se descarga solo!- el hijo mayor hostigaba a su hermano desde temprano.
-Pará boludo,  ayudalo ¿no ves que no puede?- se animó a intervenir el Chaco, viendo como Ignacio pugnaba por llevar en un hombro dos cajones de tomates.
- ¡Si no puede que se quede en la casa!
-¿Qué te hacés, pelotudo?- Se defendía Ignacio.
 Después de dos semanas se había curtido bastante pero no olvidaba su trabajo anterior en el playón de la intendencia donde iban a parar los autos mal estacionados. Ser empleado municipal le dio la posibilidad de alquilar un monoambiente cerca de la estación.  Habían sido sus modestas victorias;  las que lo habían alejado de la animosidad de su hermano y de la compasión de su hermana.
-¡Vamos, vamos que es sábado! ¿ Están dormidos o qué?- Don Mamani arengaba desde su puesto en la vereda.
Todas las mañanas, el camión que venía directamente de las quintas cercanas a La Plata, se estacionaba enfrente del negocio. Era  enorme, con una caja que parecía el vagón de carga de un tren.
 El trabajo duro que recomenzaba cada día, no le daba tiempo a Ignacio para pensar demasiado. Su tarea era descargar el camión.
-Te pedí los duraznos primero- Se quejaba el Rodri, encargado de proveer las góndolas.
-Che, falta el precio de la palta- dirigía Nancy.
-¡Eh doña, me toca a mí!-, algunos clientes se indignaban contra los que querían pasarse.
Desde la puerta del negocio el Chaco notó un movimiento en la mercadería que aún estaba en el camión y  le gritó a Ignacio con indiscutible experiencia en el asunto:
- ¡Guarda con las sandías, están mal acomodadas!
-¿Qué, ahora tenés miedo, vieja? Fanfarroneaba Ignacio desde arriba de la caja.
-¡Te digo que se vienen…! – insistía el empleado
-Dejálo, que éste se las sabe todas, debe ser  por eso que  lo rajaron del laburo- el Negro Mamani no desaprovechaba ninguna oportunidad.
Cuando Ignacio se incorporó para contestarle a su hermano, notó el suave deslizamiento de las sandías que estaban  acomodadas en la base de algo parecido a una  pirámide. Todo el conjunto empezó a desmoronarse.
-¡Cuidado! –gritaron todos mirando alternativamente al camión y a la camioneta último modelo que estaba pasando en ese momento por la calle.
-¡La puta madre…….!-atinó a gritar Ignacio.  En una fracción de segundo se volvió hacia las sandías que prometían convertirse en una catarata sobre el asfalto. Midiendo el riesgo del posible impacto con la camioneta, estiró su cuerpo debilucho  como si fuera un arquero atajando un penal y empujó  la pesada puerta del camión, aguantando toda la presión de la carga. Había sacado fuerzas de su orgullo malherido.
-No puede ser, ¿Cómo carajo hizo?- se preguntaron todos.
-Bueno, vamos, a seguir- se recompuso el Negro y subiendo al camión dijo como al pasar: - y vos Lauchón, bancá que a los dos tenemos que salir para la cancha.
- Si Lauchón, vení con nosotros, a lo mejor nos das suerte, boludo- dijo el Chaco mientras ayudaba a acomodar el desastre.
-¡Si son unos muertos….!.- Ignacio se incorporó como si nada, disimulando  el dolor que se  le clavaba en la espalda, a la altura de los riñones.
Esa tarde de sábado festejaron el triunfo de su equipo y se fueron a tomar unas cervezas al kiosco donde paraban los hinchas menos violentos.







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