sábado, 24 de diciembre de 2016

LOS NIÑOS-PLUMERILLO.

                                                                                                                      
Como todo el mundo sabe en el barrio, las cañas que crecen en los terrenos baldíos no se pueden erradicar.
Al principio se pensaba que varios hombres juntos blandiendo palas de punta,  trabajando a un promedio de ocho horas diarias, podían eliminar las cañas de,  digamos, un terreno pequeño  capaz de albergar una calesita modesta  durante quince días. Pero ese tipo de soluciones solamente era aplicable a proyectos itinerantes,  como carruseles o circos  pobres sin animales ni pretensiones.
L os domingos se organizaron jornadas solidarias.  Siguiendo las prácticas de los inmigrantes  que se juntaban para levantar las paredes de las futuras casitas, los vecinos se reunían para limpiar los predios con un entusiasmo que iba decreciendo a medida que subía el sol.
 Resultó que el tremendo esfuerzo demandado no se justificaba ya que, por caso, los martes a la tarde, los primero brotes verdes se dejaban ver abriéndose paso entre las raíces lechosas.
La solución pareció llegar desde el Paraguay. Allí, una vez cercenadas las cañas al ras del piso, se rociaba las raíces con kerosén. Esta operación debía repetirse a lo largo de veinte días y luego la tierra quedaba libre.
Con el tiempo se descubrió que la latitud del hermano país incidía en la intensidad de los rayos solares, lo que contribuía al éxito de la operación.
Según los resultados que se dieron en el barrio, es seguro que la calidad del kerosén paraguayo era superior al que se conseguía en el conurbano de Buenos Aires.
  Además del incendio de un quiosco que proveía el combustible y que estalló por los aires, no se registró ningún avance. El kerosén fue un rotundo fracaso.
 Tampoco ayudó el hecho de estar en el sur del mundo.
Con los ánimos alicaídos, los vecinos ya no se escandalizaron cuando las cañas colonizaron las macetas de malvones, las veredas polvorientas y los gallineros.
Para los niños, los cañaverales feraces eran sus aliados. Podían esconderse cuando los llamaban para bañarse en los fuentones; podían  imaginarse en lejanas  selvas e imitar el sonido de cualquier animal salvaje.  Hasta podían atenuar el efecto de las tardes desoladas  armando con las cañas cortadas por la mitad,  barriletes que casi nunca volaban.
El juego preferido era perderse entre los tallos altísimos  coronados por espiguillas parecidas a plumeros  (que por lejos era lo más valioso que podían encontrar) e intentar capturar los ejemplares más hermosos.
 Los osados arremetían la búsqueda entrando en el espacio apretado de los tallos, sin poder apoyar bien los pies y cortándose con los bordes de las hojas estilizadas y arduas.
Por pura intuición comenzaban a sacudir la caña que creían más grande,  guiados por los gritos de los chicos que tomaban distancia para ver mejor.
 Se escuchaba:
- ¡Ésa no, la de al lado!
-Más atrássss, ahí, ¡no! La otra.
Cuando estaban seguros, derribaban con gran esfuerzo la caña y cortaban el penacho
Los adultos, impotentes frente a lo avance parejo del cañaveral y del desempleo, apostaban sobre una manta raída todo lo que les quedaba: “Te juego mi mochila a que Luisito baja el plumerillo más grande”. “Mi cuchara de albañil a que Juanita encuentra el más suave”.
 Y como estaban tan entusiasmados, nadie se dio cuenta de que la pareja más joven de la cuadra se desgañitaba pidiendo ayuda. De tal suerte que solitos se arreglaron y  recibieron al bebé más hermoso que hubiera nacido a la vera de la autopista.
 Tan amada era la criatura que todos sus  cabellos eran rosados y crecían hacia arriba sin parar. Los flamantes padres dieron por sentado que al paso de los días  la suave cabellera sería más dócil  y dejaría de irradiar luz.
 Como ya  era noche cerrada,  el juego terminaba y los niños fueron saliendo del cañaveral como siempre. Sin embargo algunos adultos vieron un cambio, al principio sutil.
De las cabecitas alborotadas de los niños, comenzaron a crecer brotes tiernos, tornándose en espigas delicadas. Todas destellaban colores de acuerdo a las necesidades :  verdes, para quienes tenían a sus abuelos enfermos;  azules, para los chicos cuyos  padres  habían perdido la voluntad;  violetas, para los esperanzados.
Y en los aviones que llegaban al aeropuerto cercano,  cargados con regalos del exterior, los pasajeros dejaron por un momento sus computadoras y sus celulares. Todos miraron con inquietud hacia abajo y muchos de ellos juraron solemnemente  sobre las pantallas de sus tablets, que jamás se había visto una navidad más luminosa.


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