lunes, 26 de marzo de 2018

 Encuentro en Jurerê



   - Me pudrí de esperarte-el chico obeso increpó a la madre.
   -Manejé muchas horas-la doctora miró el plato lleno de dulces que  su hijo sostenía con las dos manos.- Ah… el café de manhá, qué exquisito, ¿No?- quiso sonreír, pero no le salió.
    -Allá hay  una mesa.
    El comedor del hotel de Santana do Livramento era un hervidero de turistas argentinos de paso hacia Florianópolis.
   Casi a mediodía salieron para Santa Catalina. Más allá de Porto Alegre, la ruta seguía obediente las ondulaciones del suelo. A la doctora le daba terror pasar a los camiones.  Solamente lo hacía cuando los bufidos del chico no se podían aguantar.
  -¿Querés conectar tu música, hijo? Así escuchamos los dos.
  -No te va a gustar.
   La mujer lo miró de reojo. El chico movía la cabeza como si tuviera convulsiones. Se había puesto unos auriculares enormes de color amarillo. Los granos inflamados de la cara subían y bajaban al ritmo del bajo; algunos tomados por el pus, otros apenas enrojecidos.
   Al atardecer llegaron a Canasvieiras. El departamento que habían alquilado estaba en el primer piso de un complejo retirado del centro. Por la ventana del comedor, se colaba  un aroma a frutas  que subía desde una verdulería ubicada justo enfrente.
   -Mirá qué suerte qué tenemos, voy a bajar a comprar mangos y papayas-dijo la mujer.
   -Papá siempre dice que hay que probar las comidas típicas de los lugares a los que viajamos.
   -Ah…sí. Tu padre el mochilero. Bueno, los mangos y las papayas son de acá.
   El chico la miró con desprecio, agarró de mal modo los auriculares y se metió en su dormitorio hasta el otro día.
   El sol de la mañana taladró todos los ambientes. El olor del café recién hecho inundó la pequeña barra de la cocina. El chico se levantó con hambre. La doctora se esmeró con el desayuno. Sirvió  ensalada de frutas en unas copas elegantes. Exprimió  naranjas y untó las tostadas con queso crema. El hijo comía con la boca abierta. Alarmada, se dio cuenta de que nunca había visto dientes tan amarillos. Aguantó  con estoicismo. Al rato, mientras levantaba las tazas, dijo como al pasar:
   -Bueno, nos lavamos los dientes y salimos. Ya tengo preparada la canasta.
  -Yo ya me los lavé.
  -Si, claro. Pero hay que repetir el cepillado para eliminar los restos de azúcar que producen las caries.
  -Ni loco.
 Cerca del mediodía (“la peor hora para salir” según la mujer) enfilaron para la playa. Ella con un pareo de diseño y una capelina italiana. El hijo con un bermuda llena de bolsillos y una remera negra con el logo de un grupo de rock pesado. Ni bien pisaron la arena, los recibió un vocerío cadencioso.
   -Voy a comer algo.
   -Esperá…-la  mujer no pudo detenerlo.
   El chico fue derecho a un puesto atendido por un hombre negro vestido con un pantalón y una musculosa impecablemente blancos. Volvió con un milho cozido y dos trozos de queijo coalho ensartados en un palito. Un hilo de manteca derretida caía desde el choclo hasta las ojotas. La madre se alteró un poco. “Está bien, es adolescente, está probando mi paciencia” pensó. Se dispuso a pasar la tarde bajo una sombrilla, instalada en su reposera y observando a las mujeres. Después de todo, el éxito de su carrera como nutricionista y cirujana plástica se debía a la capacidad para interpretar las necesidades  de sus pacientes. A muchas de las argentinas que invadían la playa las conocía bien. Formaban parte de un sector social que había sido la materia prima de su fama. Pero ahora intentaba hacer foco en las brasileñas, porque quería expandir el negocio. Las envidiaba un poco. Parecían no tener ese miedo obsesivo a los rayos solares ni  a los kilos de más que adornaban con gracia y colores chillones. Mientras las veía  jugar al vóley, felices y extrovertidas,  le pareció que la imagen que había construido de ella misma, tan rigurosa, era como una prolija torrecita de mierda. La ocurrencia no le hizo gracia. Al contrario, la puso seria.  En eso estaba cuando vio venir a su hijo con un plato repleto de camarones fritos. No pudo controlar la furia.
   -¡Por favor, no te hagas esto!
  -¿Qué me  hago?
  -Desde que llegamos estás comiendo grasas, vos lo sabés.
  -Yo no soy paciente tuyo.
   Fin de la discusión. El chico desapareció. Por la noche, se encontraron en el condominio. La madre fingió entusiasmo.
  -Te invito a cenar a un restaurant. Me lo recomendaron. Mirá qué linda camisa que te compré-desplegó con gracia la prenda de algodón finísimo.
  -Está bien-el chico estaba calmado.
   El lugar era un salón enorme con pisos de cerámica roja. En el centro, una isla de acero brillante repleta de bandejas con ensaladas, guisados de carne, mariscos y legumbres.
  -Te traigo ensaladas-la madre no le preguntó si quería o no.
  -Ya te dije que yo pruebo la comida típica.
   El chico se sirvió una cazuela con feijoada y un plato rebosante de coxinhas. Se sentaron a la mesa
  - Hasta para elegir la comida te parecés a tu padre-ella desplegó la servilleta con amargura
  -Vivo con él.
  -Fue tu elección.
  -Yo tenía ocho años, mamá.
  La cena transcurrió lenta, incómoda. Los dos examinaban cualquier detalle banal con detenimiento: el pliegue del mantel, la sal humedecida que se negaba a escurrirse por los orificios del salero y cosas así. Tosían nerviosos. Cualquier cosa con tal de no encontrarse con los ojos del otro. A la salida, tomaron rumbos diferentes. La madre estuvo sentada un rato largo sobre la arena iluminada de la costa.
  Al otro dia el cielo amaneció nublado. La doctora decidió que sería bueno pasear un poco y conocer las otras playas de la isla. Manejó hasta Jurerê. Caminaron por un puentecito de madera que unía los acantilados. Se acodaron en la baranda de madera. Con la mirada perdida en el mar, ella empezó a hablar. Quiso agarrar la mano del chico, pero él la rechazó.
  -No había manera de convivir con tu padre. En ese entonces yo me estaba haciendo conocida. Toda mi energía estaba en la clinica. No podía ser la persona que él necesitaba.
  - Tampoco pudiste ser mi madre
  -Siempre estuve presente.
  -No como papá.
   Hicieron silencio.  Los distrajo la delicadeza efímera de un arco iris.
  -¿Cómo está  él ahora?-quiso saber ella.
 -Mal. No responde al tratamiento-el chico sacó su celular y le mostró una foto del padre. La espesura de las cejas grises avanzaba sobre el rostro hundido. La piel tenía el color de los cirios que los creyentes prenden en las Iglesias. La madre-doctora examinó la imagen con profesionalismo.
-Nunca te va a faltar nada, quedate tranquilo-dijo mientras le devolvía el celular.
-Ya lo sé.  Prestame tu tarjeta que quiero comprar algo.
 La mujer abrió presurosa el bolso y sacó una billetera de cuero fino. El chico se la arrebató y sin darle tiempo a nada,  empezó a tirar, una por una, las tarjetas de crédito que aleteaban como pajaritos dorados antes de hundirse en los remolinos de espuma.
 -¡Pero qué hacés, animal!  ¿Por qué, qué te hice yo? – la madre manoteaba en el aire por puro instinto.-Siempre dando la nota, vos. ¡Me das asco!-algunas personas empezaron a murmurar mientras miraban la escena.
 -Por fin lo dijiste-el chico se sentó pesadamente en el piso. Apoyó la espalda en la baranda. Los rasgos adolescentes se habían atenuado, parecía más maduro.
  Los curiosos se fueron. La mujer se quedó mirando las olas, agotada. Al rato, también se sentó. Se acurrucó al lado del chico.
  -Mostrame otra vez la foto-estuvo unos minutos con el celular del hijo entre las manos. Empezó a llorar despacio. Las lágrimas caían y caían en cascada lavando el maquillaje. Se le hincharon los ojos. Hacía rato que el viento le había arruinado el peinado. Se abrazaron.
  -Tengo hambre-las dos voces se superpusieron.
  El hijo sacó unos reales arrugados de su mochila.
  -Yo te invito, má.
Se acercó a un puestito que recién abría y compró dos pasteles fritos rellenos de pescado y rebosantes de salsa picante. Le ofreció uno a la madre.
-¿Sabés qué?- dijo ella.- Nos faltaría una cerveza bien fría.
-Mejor dos- el chico se puso de pie y le hizo señas a un vendedor que justo pasaba por ahí cargando una heladerita llena de bebidas.






7 comentarios:

  1. El hijo es exasperante. Sospecho que su forma de comer es una forma de buscarle pelea a su madre nutricionista. Y sospecho que es tu intención darlo a entender.
    Lo de tirarle las tarjetas de crédito es algo para perder la calma.
    Por suerte, lograron entenderse.

    Un abrazo.

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  2. Adolescentes....Gracias por tu comentario.

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  3. El hijo le hizo experimentar muchas emociones a su madre...

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    1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    2. Si, tenía sus motivos. Gracias por leer¡¡¡¡¡ Saludos.

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  4. Hay mucha ironía en el personaje obeso y sin disciplina alimenticia, hijo de una nutricionista.
    Fue intrigante el desenlace y dejó bien parados a todos. Se llega a comprender el por qué del arrebato del pibe.

    Muy bueno.
    Beso!

    PD: Por su contestación, se lo que estaba escuchando en los auriculares amarillos:
    https://www.youtube.com/watch?v=H9m5a1qYQDE

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  5. A la nutricionista no sé, pero a mi, desde que Gustavo está cantando sus canciones, me encanta "No te va a gustar"!!!!!! Gracias Frodo. Un abrazo grande.

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