VARENIKES AMARGOS
Los vecinos le comunicaron a Carmen que debía
empacar las cosas de Irina, la mujer que había vivido toda la vida en la casa
lindante con la suya. Y no solo eso, ninguno de ellos estaba autorizado a
ayudarla.
─Dejá las cajas en la puerta, nomás. Ya arreglamos con el
Ejército de Salvación.
─¿Con quién?
─No importa. La Rusa dejó todo por escrito
La vida de
ambas había estado ligada por una especie de antipatía sin razón. Ni siquiera
estaban separadas por alguna oscura rivalidad ancestral. Irina ─que era capaz de escupir a quien la confundiera con una rusa─, odiaba a Stalin porque había hambreado a los campesinos
ucranianos varias generaciones atrás. Carmen era capaz de irse a las manos si
alguien hablaba mal de Franco, el Generalísimo, y todo porque los Republicanos
habían desparramado los huesos de una tía suya que había sido monja. Y porque
se habían dejado fotografiar, sonrientes, al lado de sus despojos sobre las
escalinatas de un convento en Toledo. Las dos mujeres, sin embargo, habían
nacido en el Conurbano, en casas con terrenos largos, donde brotaban zapallos
entre los yuyos. Las dos se habían quedado solas. Sobre todo después de la
muerte de Manuel, el marido de Carmen. Sabían, de una manera difusa, que se tenían la
una a la otra.
─Lo que pasa es que la Rusa me tuvo envidia toda la vida.
Carmen se
levantó temprano. Tomó unos mates en el fondo, mientras hacía que buscaba
hormigas. No iba a ser un día como cualquier otro. Tenía las llaves del cielo
en el bolsillo del delantal. Iba a entrar al santuario de la muerta, el lugar
que le fue siempre negado. ¡Qué placentero resultaba descubrir sus secretos!
La cuadra
estaba desierta. Ella tuvo la sensación de estar cometiendo un delito. La llave
entró sin problemas en la cerradura bien aceitada. El olor a encierro le provocó rechazo.
─Y claro, toda la vida con las ventanas cerradas, a oscuras,
como gata mala.
Levantó las persianas. Unos tubitos de
luz atravesaron el aire lleno de pelusas. Sobre el sillón ajado resplandecían
unos almohadones con fundas de algodón blanco, primorosamente bordadas con guardas
rojas y verdes. En las paredes, fotos de Irina niña, con una corona de flores
en la cabeza y cintas de seda cayendo sobre el pelo rubio. La mujer amontonó en
una caja la vajilla escasa y las ollas. Recordó la única ocasión en que Irina
había sido amable y la había pasado un plato de varenikes de papa por encima
del alambrado. Había sido el primer domingo después del infarto mortal de su
marido.
Carmen siguió con el dormitorio.
Pilas y pilas de manteles y carpetitas repetían los diseños coloridos del
comedor. Guardó todo en bolsas. Después
recorrió los muebles con la vista por si se olvidaba algo y lo vio. Sobre la
mesita de luz, el portarretrato enmarcaba la foto de Manuel tumbado sobre los
almohadones del viejo sillón, radiante, con una expresión que ella no le
conocía. Feliz.
Toda una revelación. Es por eso que Irina fue tan amable, porque pasó por la misma pérdida.
ResponderEliminarBien contado.
Gracias!!!!!
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