lunes, 21 de marzo de 2022


VARENIKES AMARGOS
En "Fabulosas" antología seleccionada por Silvia Vázquez.



 


 VARENIKES AMARGOS

 Los vecinos le comunicaron a Carmen que debía empacar las cosas de Irina, la mujer que había vivido toda la vida en la casa lindante con la suya. Y no solo eso, ninguno de ellos estaba autorizado a ayudarla.

Dejá las cajas en la puerta, nomás. Ya arreglamos con el Ejército de Salvación.

¿Con quién?

No importa. La Rusa dejó todo por escrito

            La vida de ambas había estado ligada por una especie de antipatía sin razón. Ni siquiera estaban separadas por alguna oscura rivalidad ancestral. Irina que era capaz de escupir a quien la confundiera con una rusa, odiaba a Stalin porque había hambreado a los campesinos ucranianos varias generaciones atrás. Carmen era capaz de irse a las manos si alguien hablaba mal de Franco, el Generalísimo, y todo porque los Republicanos habían desparramado los huesos de una tía suya que había sido monja. Y porque se habían dejado fotografiar, sonrientes, al lado de sus despojos sobre las escalinatas de un convento en Toledo. Las dos mujeres, sin embargo, habían nacido en el Conurbano, en casas con terrenos largos, donde brotaban zapallos entre los yuyos. Las dos se habían quedado solas. Sobre todo después de la muerte de Manuel, el marido de Carmen.  Sabían, de una manera difusa, que se tenían la una a la otra.   

            Lo que pasa es que la Rusa me tuvo envidia toda la vida.

            Carmen se levantó temprano. Tomó unos mates en el fondo, mientras hacía que buscaba hormigas. No iba a ser un día como cualquier otro. Tenía las llaves del cielo en el bolsillo del delantal. Iba a entrar al santuario de la muerta, el lugar que le fue siempre negado. ¡Qué placentero resultaba descubrir sus secretos!

            La cuadra estaba desierta. Ella tuvo la sensación de estar cometiendo un delito. La llave entró sin problemas en la cerradura bien aceitada.  El olor a encierro le provocó rechazo.

Y claro, toda la vida con las ventanas cerradas, a oscuras, como gata mala.

            Levantó las persianas. Unos tubitos de luz atravesaron el aire lleno de pelusas. Sobre el sillón ajado resplandecían unos almohadones con fundas de algodón blanco, primorosamente bordadas con guardas rojas y verdes. En las paredes, fotos de Irina niña, con una corona de flores en la cabeza y cintas de seda cayendo sobre el pelo rubio. La mujer amontonó en una caja la vajilla escasa y las ollas. Recordó la única ocasión en que Irina había sido amable y la había pasado un plato de varenikes de papa por encima del alambrado. Había sido el primer domingo después del infarto mortal de su marido.

Carmen siguió con el dormitorio. Pilas y pilas de manteles y carpetitas repetían los diseños coloridos del comedor. Guardó todo en bolsas.  Después recorrió los muebles con la vista por si se olvidaba algo y lo vio. Sobre la mesita de luz, el portarretrato enmarcaba la foto de Manuel tumbado sobre los almohadones del viejo sillón, radiante, con una expresión que ella no le conocía. Feliz.

             

             

           

 

 

 

 

 

 


2 comentarios:

  Convivencia   Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...